Sobre cuatro puntales

4. abril 2024 | Por | Categoria: Oración

Nos resultaría un imposible llevar cuenta de las veces que se nos habla del amor dentro de la Iglesia, en homilías y sermones, en reuniones, en clases de espiritualidad, en retiros, en todo lo que signifique formación cristiana. En nuestro mismo Programa radiado sale continuamente a relucir el tema del amor. Es natural. El amor no es solamente el primer mandamiento que nos impone Dios. Es una necesidad que llevamos dentro de nuestro ser. Y amar y ser amados será siempre la aspiración suprema de nuestras almas. Hoy, vamos a hablar una vez más del amor. Pero lo vamos a hacer ateniéndonos a las palabras de un Obispo insigne, a cuyo recuerdo me remito.

Estaba de paso en nuestra República un Obispo que llevaba en todas partes fama de santo y de gran pastor. Nuestro Párroco lo invitó a visitar nuestra Iglesia y a tener un encuentro con los dirigentes más comprometidos en los movimientos apostólicos y en las asociaciones parroquiales. Nuestra curiosidad y nuestra expectación eran muy grandes, como es natural, ante lo que nos pudiera decir un Obispo de aquella talla. Y, ya con nosotros, casi nos llevamos una decepción cuando nos recomendó solamente:
– Amen a Jesucristo. Ámense los unos a los otros. Trabajen por la Iglesia. Suspiren  por el Cielo.
La sorpresa primera se convirtió en admiración cuando después, bajo la dirección de nuestro Párroco, nos pusimos a examinar esos cuatro puntos, que se convirtieron en tema de otras tantas lecciones y en verdaderos programas de vida cristiana.

¿No podrán esos cuatro puntos servirnos también ahora a nosotros para una reflexión que nos oriente en nuestro caminar?… Si nos damos cuenta, todos se centran en el amor, que toma cuatro direcciones:
amor a Dios en Jesucristo;
amor a los hombres;
amor a la Iglesia;
amor a nosotros mismos cara a la vida eterna.
Si todo viene del amor, va al amor y desemboca en el amor, no debe ir la cosa descaminada, puesto que Dios es amor, nos ha hecho para el amor y en el amor consumará nuestra existencia.

Cuando leemos las cartas de San Pablo, llegamos a un momento en que el apóstol se entusiasma, se enardece, se sublima. Es en el capítulo octavo de la carta a los Romanos. Acaba su exposición doctrinal con estas palabras arrebatadoras:
– ¿Quién nos podrá separar del amor de Cristo?
Enumera todas las fuerzas más imponentes —tribulaciones, angustias, persecuciones, hambre, desnudez, peligros, la muerte violenta incluso—, y acaba con seguridad sobrecogedora:
– ¡Nada ni nadie podrá separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús, Señor nuestro.

Además, en este mirar el amor de Dios en Jesucristo, descubrimos todos inmediatamente que está metida, y bien metida, la Virgen Santísima. Para nosotros, católicos, la cosa es evidente: no se puede mirar a Jesucristo sin toparnos con María, siempre a su lado, desde el anuncio del Angel, desde Belén y desde Nazaret hasta el Calvario y la Ascensión…

Ya tenemos el primer pilar, solidísimo, en el que se cimienta nuestro amor, que no es una quimera, una ilusión, sino la realidad más grande de nuestra existencia. Pero ese amor, centrado en Dios, se expande o se extiende necesariamente hacia el hombre, hacia todos los hombres, imágenes de Dios y llamados a ser miembros de Cristo. En nuestra fe cristiana descubrimos pronto esto: que amar a Dios es amar al hombre como lo ama Dios.

Aunque amamos a todos los hombres sin excepción, tenemos ciertamente nuestras preferencias cuando miramos a la Iglesia, Pueblo y familia de Dios.
En la Iglesia quiere Dios congregar a todos los hombres.
La Iglesia es el mismo Jesucristo que extiende su vida en multitud de miembros.
La Iglesia es la niña de los ojos de Dios. Y nosotros la amamos, trabajamos por ella, y en ella queremos exhalar nuestro último suspiro. La Iglesia es el tercer pilar en que nosotros queremos asentar nuestro amor más profundo.

Si queremos transformar el mundo, pensemos que el amor es la fuerza más poderosa con que podemos contar. Y no un amor cualquiera, sino el que nos hace ver la consumación de ese amor que llevamos dentro y que Dios nos infundió en el Bautismo. Es decir, el amor que nos hace vernos ya metidos en el amor eterno, disfrutado en la visión de Dios cara a cara y en la compañía de todos los elegidos.

Ese amor esperado para después de esta vida, y que ya lo llevamos dentro, nos empuja a trabajar sin descanso por la gloria de Dios y la salvación de todos los hombres. Trabajamos por ellos, porque no queremos que se pierda ni uno solo. Entonces, cuando miramos a los demás con la misma ilusión y la misma pasión con que nos miramos a nosotros, queriendo para ellos la misma gloria que buscamos para nosotros mismos, nuestro amor pierde todo tinte de egoísmo, nos hace trabajar sin descanso, y se convierte en el amor que, según San Pablo, no se acaba nunca…

Dios siga bendiciendo a aquel Obispo santo, que, con tan pocas palabras, iluminó nuestro amor y todos nuestros ideales cristianos. ¿Qué más podíamos querer?…

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