Jesucristo, formador

1. abril 2024 | Por | Categoria: Jesucristo

Al pensar en la ley de Jesucristo, es posible caer en un error: como sería creer que Jesucristo da leyes porque sí, por molestar, diríamos; por sujetarnos a normas morales que coarten nuestra libertad; por manifestar la soberanía de Dios mandando, ordenando, imponiendo…
Nada más lejos de la realidad del Evangelio.
Jesús nos lo expresó de una manera lapidaria (Marcos 2,27) —y precisamente para oponerse a la manía legalista de sus eternos adversarios, los escribas y los fariseos—, cuando nos dijo:
– No está hecho el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre.
Como si hubiera dicho:
– La ley no es para fastidiar al hombre, sino para ayudarlo y formarlo.

Así podríamos mirar ahora a Jesucristo, como formador nuestro.
Sus mandamientos nos llevan a la perfección. Así lo entienden hasta muchos no cristianos, que no conocen o no aceptan a Jesús como Dios y como Salvador. Pero, sin embargo, lo miran como el hombre de más categoría que ha existido, y dicen de Él:
– Como Jesús, no ha habido otro… Un Jesús, jamás será superado… Jesús nos ha enseñado la doctrina más ejemplar…
Elogios de Jesús como éstos se oyen a cada instante.

Nosotros vamos mucho más allá, porque sabemos que Jesús es Dios, además de ser un hombre sin igual. Y nos decimos:
– ¿Cómo no nos va a formar, como hombres y como hijos de Dios, el que es el Autor de la naturaleza y el resplandor visible del Dios invisible?…
Mirando a Jesús, vemos a Dios. Y siendo como Jesús nos enseña a ser, respondemos a la imagen que Dios se trazara del hombre, antes de que el hombre se estropease por aquella catástrofe del paraíso.

Ponemos, por ejemplo, los mandamientos más difíciles del Evangelio. Esos que a algunos les parecen hechos expresamente por Dios para poner una trampa o poco menos a nuestra felicidad y salvación.

El primero, el del perdón del enemigo. Es el precepto de Jesús que se hace más cuesta arriba. Oímos muchas veces expresiones como ésta:
– No puedo perdonar. Me es imposible.
Sin embargo, el mandamiento de Jesús es tajante y sin apelación ni dispensa:
– Amad a vuestros enemigos… Si no perdonáis, no seréis perdonados…
Y nos hace pronunciar con nuestros labios nuestra propia sentencia:
– Padre, perdónanos, como nosotros perdonamos (Mateo 6, 12-15)
Entonces, o perdono o me condeno…

Esto lo sabemos por la fe. Pero ahora, lo miramos con ojos meramente humanos. ¿Qué hace Jesucristo con esto? ¿Atenazarnos? ¿Hacernos imposible la vida?… Todo lo contrario. El que no perdona, lleva el ácido corrosivo dentro, y acabará por deshacerse y consumirse. Mientras que el perdonar le libera, le ensancha el corazón, le engrandece el alma. La magnanimidad —que significa esto: grandeza de alma— se manifiesta sobre todo en el perdón.
Es clásico el ejemplo de un pagano anterior a Cristo. Julio César, vencedor en el campo de batalla, vuelve a Roma y perdona a todos sus enemigos. Uno de éstos se había suicidado, temiendo la venganza que viene. Y comenta César:
– Es verdad que era mi enemigo, pero lo ha sido especialmente ahora, porque me ha privado de la satisfacción de mostrarle mi nobleza y de otorgarle mi perdón.

El otro mandamiento más temido y problemático: el de la castidad, en el matrimonio como fuera del matrimonio. ¿Es verdaderamente opresor o es liberador este mandamiento?…
Aquí, la experiencia vale mucho más que los discursos.
Una persona casta, ¿es esclava o es libre? Su amor ordenado, para el esposo o la esposa exclusivamente, u orientado sólo al novio o la novia, ¿le hace la vida triste, o le convierte en la persona más feliz?…
Por el contrario, desviada la persona en su amor y en su sexualidad, ¿se siente libre, o no puede con los problemas internos y externos que le crea?…
El amor limpio da siempre una dignidad personal destacada, a la vez que hace gozar de una paz grande, no enturbiada ni por la conciencia acusadora ni por la opinión torcida de los demás…

Al insinuar algunas prescripciones más difíciles del Evangelio, no hacemos otra cosa que apuntar a esta realidad: Jesucristo, con sus enseñanzas, con sus consejos, y con su ejemplo sobre todo, es el formador más grande al que nos podemos confiar.
¡Hay que ver qué Maestro es Jesús cuando lava los pies a los discípulos para enseñar la humildad!
¡Hay que ver qué pedagogo es Jesús cuando abraza y acaricia a los niños, para enseñarnos a amar a esas criaturitas tiernas!
¡Hay que ver cómo enseña Jesús a respetar y a querer a la mujer cuando se deja ungir los pies en un banquete!…

Jesucristo, el formador, no fastidia la vida de nadie con leyes insoportables. Al revés, lo convierte en un ser superior. Y si nos hace superiores, ¿por qué no estar siempre bajo la dirección de Jesucristo?…

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