La V de la victoria

9. noviembre 2021 | Por | Categoria: Nuestra Fe

Cuando miramos las condiciones de vida en que viven muchos hombres —dolor bajo mil formas, hambre, enfermedad, ignorancia, desilusiones, fracasos, incertidumbres—, a pesar de haber venido Jesucristo a traernos la bendición y la paz de Dios, no podemos menos de preguntarnos:
– ¿Este es nuestro destino? ¿a esto estamos llamados? ¿así ha de ser siempre?…
El hombre no puede vivir en semejante angustia, y necesita una respuesta.

Hoy se la tiene que dar la Iglesia, depositaria del mensaje de Dios. Y le da respuesta debida con estas palabras del Catecismo de la Iglesia Católica cuando habla del paraíso y de la promesa divina de una salvación futura:  
– Tras la caída, el hombre no fue abandonado por Dios. Al contrario, Dios lo llama y le anuncia de modo misterioso la victoria sobre el mal y el levantamiento de su caída…, anuncio del Mesías redentor, anuncio de un combate entre la serpiente y la Mujer, y de la victoria final de un descendiente de ésta (410)

Entonces, vemos claramente cómo el mal —entrado en el mundo por el pecado con la instigación de Satanás—, un día quedará vencido y eliminado. Pero de momento, la lucha sigue. Una lucha cuerpo a cuerpo entre Jesucristo y Satanás. Aunque la victoria final será de Jesucristo, el descendiente de la Mujer.
La Iglesia sabe esto muy bien, y por eso no le espanta la lucha, que en cada época toma formas diversas, pero al fin sale ella siempre triunfante, porque es Jesucristo quien dirige el combate.

Valga este caso por muchos. En los principios del comunismo en China hubo muchos mártires que llenaron de gloria a la Iglesia. Pero quizá ninguno tan notable como el del célebre jesuita Padre Beda Tsang. Este Padre era una notabilidad. Doctor brillante, Rector de un gran Colegio, Decano en la Universidad, predicador de fama, figura eminente en la ciudad de Sanghai…
Las autoridades comunistas no podían soñar en otro mejor para ponerlo al frente de la Iglesia popular y patriótica china, separada de Roma e independiente, sujeta sólo al régimen marxista. -¿Quiere, sí o no?
Era la pregunta que cada día le proponían los jefes. Pero el Padre, impertérrito, terco en su fe católica y en su fidelidad al Papa, se mantenía en su negativa más rotunda:
– ¡No! Yo seré siempre fiel al Vicario de Cristo. Iglesia fundada por Jesucristo, no hay más que una.
Agotada la infinita paciencia china, la policía se presenta en la residencia del Padre y se lo llevan arrestado. A los tres meses, nueva visita de la policía en la residencia de los jesuitas, con una invitación escueta: -Vengan, por favor.
Se llevan al Hermano médico y a un Padre a la prisión, y, tendido en el suelo, les muestran un cadáver completamente desnudo, negro, desfigurado…
– ¿Es el del Padre Tsang?… Se lo pueden llevar.
Divulgada la noticia, los cristianos acuden en tropel para ver al mártir por última vez. Durante una semana, los jóvenes llevaron el brazal de luto. Las muchachas, con sus vestidos más elegantes, trenzaban en sus cabellos flores blancas, signo de luto en China, entremezcladas con flores rojas, color de bodas y de martirio. En el cementerio, la tumba con una lápida lisa, hasta que viene la discusión.
Los comunistas,  con su inscripción: Padre Beda Tsang, reaccionario.
Los católicos, insisten en la suya: Padre Beda Tsang, mártir.
Y los jóvenes alumnos del Padre, inscriben en la arena: ¡Viva Cristo Rey!…

Con un caso como éste —y en la Iglesia los tenemos a montones en todos los tiempos—, vemos lo que es la vida del cristiano. Una lucha y un triunfo a la vez. Una muerte y una vida. Un caer en la batalla con Cristo, y un levantarse con Cristo para vivir. Los que mueren con Cristo, con Cristo su Rey viven para siempre.

Se nos repite hoy muchas veces que en la Iglesia debemos dejar los aires triunfalistas. Es cierto. Porque Jesucristo no instituyó su Iglesia para dominar, para mandar, para imponerse, sino para servir con humildad al mundo y ayudarlo a conseguir su salvación.
Esto vale principalmente dentro de la misma Iglesia. Son muchos los hijos de la Iglesia que sufren toda clase de calamidades. ¿Han sido, por eso, abandonados de Dios? ¿Es la Iglesia indiferente a su dolor? ¿No tienen ninguna esperanza? ¿Se les debe hablar de triunfos, cuando ellos se sienten derrotados y sin esperanzas casi para salir de su situación angustiosa?

No se equivoca la Iglesia cuando predica a todos la alegría, el optimismo, y nos anima a la lucha sabiendo que nada ni nadie puede contra nosotros… Nunca las fuerzas del mundo, aliadas de Satanás, vencerán a la Iglesia, prefigurada en María, la primera vencedora del Demonio.

El cristiano camina por el mundo con la mano alzada y haciendo siempre —con los dedos en forma de la consabida V— el signo de la victoria. Y esto, ni es triunfalismo ni orgullo necio. Es solamente un acto de fe en el poder de Jesucristo sobre Satanás, por el que entró en pecado, el dolor y la muerte en el mundo, pero que será derrotado irremisiblemente.
La vida entonces —la del cristiano como la de la Iglesia entera— no es triste, sino alegre; no es cobardía ni rendimiento, sino decisión y entrega; no es cansancio, sino constancia en el bien obrar. Porque se sabe, muy por anticipado, que el triunfo definitivo es de Jesucristo y de los suyos.

El cristiano, en medio de las pruebas, sabe a qué atenerse, porque se sabe muy de memoria las palabras del Apocalipsis, el libro más esperanzador de la Biblia:
-Al que venza, yo le daré a comer del árbol de la vida que está en mitad del paraíso de mi Dios… Porque el que venza no será dañado por la muerte segunda (Ap. 2, 7 y 11), no conocerá la condenación, será salvo para siempre…

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