La Misa de siempre

2. noviembre 2021 | Por | Categoria: Nuestra Fe

En la persecución desatada en Inglaterra contra la Iglesia Católica a partir de su separación de Roma, la celebración de la Santa Misa fue el objeto principal de las iras del protestantismo anglicano. Hubo muchos mártires por ese motivo.
Pero, si no se llegaba con muchos católicos al encarcelamiento y a la muerte, se les imponían multas severas, concretamente pagar cuatrocientos escudos al que iba a Misa o recibía la Comunión.
Un caballero muy flemático, con fe de santo y un humor fantástico, vende sus fincas y distribuye el dinero el bolsas de cuatrocientas monedas para tenerlas listas cada vez que le denunciaran. -Pero, ¿cómo hace esto?, le preguntan. Y él, tranquilo a más no poder: -No veo mejor manera de emplear el dinero que sacrificando una PARTE por recibir al que es TODO.

Este hecho me ha inspirado, cuando lo he leído, el tema de hoy. Para prepararme algo, tomo el Catecismo de la Iglesia Católica y me encuentro con este título que me ha llamado bastante la atención: “La Misa de todos los siglos”. Y me he dicho: -De todos los siglos. ¡Claro! La Misa no puede cambiar. Siempre será Jesucristo, la misma Víctima del Calvario, quien se pone ahora, glorificado, sobre nuestros altares. Esto no cambiará jamás. Así ha sido y así será hasta el final de los siglos.

Pero el gran Catecismo quiere decir otra cosa, y es ésta: La Misa, desde el primer siglo, ha tenido en su celebración un esquema con partes invariables, siempre las mismas, que no hay manera de que cambien, y se presume, casi con absoluta certeza, que no cambiarán jamás (1345).
San Justino, en el siglo segundo, nos da la descripción de la Misa en una página que se ha hecho inmortal, y que nos trae el Catecismo de la Iglesia Católica. Vale la pena haberla oído alguna vez al menos, cuando nos narra lo que la Iglesia hacía en el día del domingo, y dice así:

* – El día que se llama día del sol tiene lugar la reunión. Se leen las memorias de los apóstoles y los escritos de los profetas. Cuando el lector ha terminado, el que preside toma la palabra para exhortar a la imitación de tan bellas cosas. Luego nos levantamos todos juntos y oramos por nosotros y por todos los demás. Cuando acaba esta oración nos besamos unos a otros. Luego se lleva al que preside pan y una copa de vino y agua mezclados. El presidente los toma y eleva alabanza y gloria al Padre del universo, por el nombre del Hijo y del Espíritu Santo. Cuando terminan las oraciones todo el pueblo pronuncia una aclamación diciendo: ¡Amén!. Cuando el que preside ha hecho la acción de gracias, los que entre nosotros se llaman diáconos distribuyen a todos los presentes pan, vino y agua eucaristizados y los llevan a los ausentes.

No tiene precio esta página de San Justino, dirigida al Emperador de Roma Antonino Pío, pagano que no podía entender la fe cristiana, pero le ponía al tanto de las calumnias que corrían sobre la celebración de la Eucaristía: eso de que los cristianos mataban y se comían un niño, y tantas barbaridades más. Sin llamar al pan y el vino consagrados “El Cuerpo y la Sangre del Señor”, sino “eucaristizados”, nos narra qué es y cómo se desarrollaba la celebración de la Misa, que ya contenía estos elementos imprescindibles:
– la liturgia de la Palabra: Profetas, Apóstoles, Evangelios…
– la plegaria de los fieles,
– la presentación de las ofrendas,
– la consagración y la comunión.

¿Sabemos valorar todos estos elementos? ¿Nos damos cuenta de lo que significa el participar en la Eucaristía, que nos llena de gracias inmensas de Dios?
Será imposible perder la Fe, mientras se escuche debidamente la Palabra de Dios en la Misa.
Será imposible no convertirse un día u otro, con toda la Iglesia que ruega por cada uno de los presentes.
Será imposible cerrar las entrañas al amor cuando se hace la ofrenda en favor de los necesitados.
Será imposible no tener fuerza para llevar adelante la vida cristiana, sostenidos por la oración de todos.
Será imposible no verse llenos de la vida de Dios, cuando se recibe el Cuerpo y la Sangre de Cristo con esa fe, con ese amor, con esa devoción, con ese entusiasmo de la comunidad en la Iglesia.
Será imposible no salvarse cuando así se comulga, pues la palabra de Jesús se cumplirá indefectiblemente: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día”.

Consciente de todo esto la Iglesia, han sido tantos y tantos los hijos suyos que se han convertido en apóstoles y en mártires de la Santa Misa.
Ya que hemos empezado con el caso de un católico inglés, traemos otro de la misma persecución, el del jesuita San Juan Ogilvie. Llega a Escocia, es encarcelado, y en el juicio se le pregunta: -¿Cómo es que se ha atrevido a celebrar la Misa, después de la prohibición de rey? Y el acusado, muy sereno, sabiendo que no van a saber responderle: -Perfecto. El rey ha prohibido la celebración de la Misa. Jesucristo, nos manda celebrarla cuando dice : “Haced esto como memorial mío”. Señores del tribunal, juzguen por ustedes mismos: ¿A quién hay que obedecer, al rey de Inglaterra o al Rey del Cielo”. El Padre Ogilvie, condenado a la última pena, moría mártir de la Santa Misa.

¿Qué tendrá la Misa —sobre todo la Misa dominical, en el día del sol, en el Día del Señor— para desafiar los tiempos, para ser llamada audazmente por la Iglesia La Misa de todos los siglos?…
Si queremos saber qué tiene la Misa, se lo preguntamos a esos valientes que lo confiesan de manera magistral: por celebrar la Misa, uno da la sangre de sus venas; por participar en la Misa, otro expone y da todo su dinero. Así la valoran tales hijos de la Iglesia… ¡Claro! La Misa tiene nada más y nada menos que a Jesucristo, el del Calvario, el Mediador nuestro que está en el Cielo.

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