¡Gracias, Señor, aleluya!…

19. octubre 2021 | Por | Categoria: Nuestra Fe

¿Quieren reírse conmigo, al saber quién me ha inspirado el tema de hoy?… Pues, un escritor pagano muy antiguo que, hablando de los egipcios de su tiempo, hace ya más de dos mil años, nos dice de ellos una cosa demasiado curiosa: tenían la costumbre de agradecer a los animales el favor que les prestaban…

Para reírse, vamos. Dar las gracias a los dioses, estaba bien; dar las gracias a los hombres que les hacían un favor, estaba igualmente muy bien. Pero eso de dar las gracias a los pajaritos por lo bien que cantaban…, a los bueyes por la fuerza con que tiraban del arado…, al caballo por la elegancia con que le podían montar…, a las gallinas por los huevos que brindaban a la mesa…, a los pescados que se dejaban atrapar en la red…, ¡eso ya es el colmo de la delicadeza y de la educación!…
Así lo cuenta el antiguo escritor (Diodoro), y vamos a creerle, al menos por lo bien que nos viene la noticia para nuestra charla de hoy: ¡la gratitud que le debemos a Dios, y el valor de la oración de acción de gracias! ¿Les parece a ustedes poco?…

El Catecismo de la Iglesia Católica nos lo dice a nosotros, los que conocemos y veneramos a Dios: “Toda alegría y toda pena, todo acontecimiento y toda necesidad pueden ser motivo de oración de acción de gracias, la cual, participando de la de Cristo, debe llenar la vida entera”. Y concluye con San Pablo: “En todo dad gracias a Dios (2648)
La razón nos la da el mismo Catecismo (224): -Si Dios es el Único, todo lo que somos y todo lo que poseemos viene de Él: “¿Qué tienes que no lo hayas recibido?”. “¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?”…

Casi parecen desconcertantes esas palabras de que la acción de gracias revienta en nosotros de toda pena y de toda necesidad que podamos padecer. Pero, sí. Porque en todo se ve la mano providente de Dios, que nos ama y que nos trae todo bien, aunque nosotros veamos a veces todas las cosas al revés.

Estaba en su lecho de muerte el gran Federico Ozanam, a sus cuarenta años de edad. Allí, junto a él, su querida esposa y su hija. Todo parecía ser una desgracia. Sin embargo, ese hombre santo pensaba de otra manera, y, con una oración en sus labios dirigida a Dios, respondía a los que le preguntaban cómo se sentía, preocupados por su enfermedad y por los seres queridos que dejaba:
– Dios mío, si quieres atarme al lecho del dolor por todos los días que aún me queden de vida, serán demasiado cortos para darte gracias por los días buenos que me has concedido. Y si estas palabras han de ser las últimas que yo diga, quiero que sean un canto de alabanza y de gratitud a tu bondad.

Así el Beato Ozanam, así todas las almas grandes y finas. No hay favor de Dios que no se convierta en una oración de gratitud, como si a cada momento estuvieran respondiendo al salmo que tantas veces cantamos en nuestras asambleas cristianas: -¡Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia!… O la otra aclamación: -¡Gracias, Señor, aleluya! ¡Gracias, Señor!
Cuando tratamos de formar a los niños, una de las primera lecciones de educación que les damos es aprender a decir ¡Gracias! por cualquier favor que se les haga. Si no lo hacen, viene en seguida la observación de la mamá: -¿Cómo se dice?… Y el niño entiende: ¡Gracias!…
La verdad es que a Dios se le trata con menos educación que a los hombres. Y todo proviene de que Dios nos resulta demasiado barato…, porque nos lo da todo gratis. Si Dios costara un poquito más, se aprendería antes la lección.

Puede ocurrir y ocurre lo del cuento de la mamá con el niño. Oye Juanito cómo el papá lee a mamá la factura presentada por el pintor y que había que pagar. El niño, vivaracho, se dice:
– ¿Y por qué no presento yo también mi factura a mamá por lo que le ayudo?
Dicho y hecho, toma un papel y escribe:
– Factura a mi mamá por los servicios que le presto. Por traer el pan, 5 centavos; por limpiar los zapatos, 10 centavos; por abrir la puerta cuando ella hace la cocina, otros diez centavos…
Redondea bien la cuenta, y llega al final: ¡Un dólar!
Cuando la mamá recibe la factura, colocada en la mesa sobre el plato, llora secretamente, pero disimula y paga el dólar debido. Solamente que le hizo también su factura al hijo, y por la noche, al ir el crío a la cama, se encuentra sobre la almohada un papel con la cuenta fatal:
– Factura de mamá a Juanito. Por diez años de alojamiento, 0’00. Por diez años de manutención, hacerle la comida y prepararle la mesa, 0’00. Por remendar vestidos y calcetines, por lavado y planchado de ropa, 0’00. Por cuidarlo en sus enfermedades, 0’00. Total, 0’00 dólares.
Juanito lee la factura y se queda mudo. Pero era buen chiquito, baja a ver a la mamá que estaba mirando la televisión, y con los ojos llorosos le estampa un beso que a la mamá le valió por más de un millón.
Igual que para nosotros vale más de un millón el cuento aleccionador.

La oración de la Iglesia —centrada en la Eucaristía, que es la Acción de Gracias perfecta—, nos dice eso que nos pide San Pablo: “¡Dad gracias a Dios en todo!” (1Tesalonicenses 5,18).
Es la única paga que Dios espera por el beneficio inmenso de la Redención y por todas las gracias que nos dispensa de continuo su bondadosa mano. Ni tenemos ni podemos darle otra cosa, fuera de nuestro humilde reconocimiento.

Aquellos egipcios antiguos se las pasaban de educados con los seres irracionales. No los seguimos mirando más.
Nosotros miramos a las almas selectas que gastan educación, finura y elegancia con Dios por cualquier favor que de Él reciben. Y miramos a Dios, que no pide nada por lo que nos da, a no ser un ¡Gracias! que nos resulta la mar de económico…

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