El nombre nuevo

12. octubre 2021 | Por | Categoria: Nuestra Fe

Un seminarista muy brillante de nuestras tierras fue a Roma para estudiar en una de sus grandes Universidades de la Iglesia, y graduarse precisamente en Sagrada Escritura. Antes de entrar en la primera clase, se encuentra con el profesor, que le gasta una broma: -¿Cómo te llamas tú? Sin maliciar nada, el nuevo alumno le contesta correctamente, y entonces el profesor:
– ¿Y sabes cómo te llamas? ¡Qué suerte! Yo no sé mi nombre. Y lo peor, que voy a tener que esperar para saberlo. Tengo un nombre provisional, el que todos me dan. El que está en el registro de mi Bautismo. Pero el definitivo, el definitivo…

El muchacho se quedó sin saber qué pensar. Pero el ilustre profesor —que además de mucha pedagogía para la enseñanza sabía formar a los alumnos espiritualmente—, le había dejado con la inquietud clavada en el alma. Después de aquella clase primera, se lo explicó todo.
El profesor había tomado como tema una sentencia misteriosa del Apocalipsis: “Al vencedor le daré una piedrecita blanca, y grabado en la piedrecita un nombre nuevo que nadie conoce, sino el que lo recibe” (Apocalipsis 2,17)

De este modo, la Palabra de Dios nos sepulta ya en nuestro fin último, en la eternidad, donde cada uno tendrá el nombre misterioso con que se habrá salvado, es decir, con el mérito que se habrá llevado de esta vida y con el que gozará de Dios para siempre. Así lo entendía y lo explicaba, antes que el buen profesor de Roma, la Doctora de la Iglesia Santa Teresa del Niño Jesús.
Ello es un estímulo para tomar esta vida en serio, sabiendo la trascendencia que tienen todos los actos que realizamos. El nombre con que Dios nos llame, nuestro nombre definitivo, corresponderá al bien que hayamos hecho, a la santidad que hayamos alcanzado, al mérito que hayamos adquirido.

El Catecismo de la Iglesia Católica lo expresa muy brevemente, pero muy profundamente también, cuando comenta el nombre recibido en el Bautismo, cuya vida ha de estar en crecimiento continuo:
– El nombre recibido es un nombre de eternidad. En el reino de Dios, el carácter misterioso y único de cada persona marcada con el nombre de Dios brillará a plena luz ( 2159)

Cuando antes se nos hablaba de la eternidad casi siempre se hacía en un plan espantable. Se nos quería infundir miedo con ese grito desesperado ”¡siempre, siempre, siempre!” de los condenados. No le quitamos valor a esa manera de pensar, pero ahora nosotros enfocamos la cosa de modo muy diferente.
Vivimos la esperanza cristiana, contamos con la salvación que nos ha merecido Jesucristo, y, con palabras de San Pablo, estamos ya sentados con Cristo en su gloria… (Efesios 2,06)
¿Qué significa entonces para nosotros esa palabra eternidad?… Significa ilusión, estímulo, decisión para practicar el bien, sabiendo que eso que hacemos en este mismo momento es algo que no se va a perder, que no va a pasar con el tiempo, sino que va a quedar clavado en la eternidad como medida y peso de nuestra felicidad sin fin.
Se ha hecho famosa a este propósito la pregunta que Luis Gonzaga se hacía ante cualquier acción que iba a realizar. Por unos instantes, aquel joven se concentraba en sí mismo y se preguntaba con seriedad:
– Y esto, ¿de qué me sirve para la eternidad?…
La respuesta era la misma acción que realizaba: ¿A rezar?, lo mejor posible, pues voy a hablar con Dios… ¿A estudiar?, con todo ahínco, pues es mi deber… ¿A trabajar?, poniendo en lo que hago toda mi alma y todas mis energías, como me lo manda Dios… ¿A comer?, con moderación, pero con buen apetito y con acción de gracias… ¿A jugar?, mejor que nadie, a ver si gano yo la partida… Y todo, con mucho amor a Dios y a los demás…

Así, de un modo tan práctico, con una norma tan sencilla, aquel joven llegó a las cumbres de la perfección cristiana. ¡San Luis Gonzaga!…
Esto es ir escogiendo cada día el nombre más bello y más sonoro con que Dios nos llamará en los siglos eternos…
Cuando se sabe enfocar así el problema de la salvación, ya se ve que ese problema pierde la angustia con que antes se le solía cargar. Aquella manera de pensar —muy válida, repetimos—, era muy apta como un punto de arranque para dar seriedad a la vida.

Es lo que le pasó a un joven jesuita, que después llegó a ser predicador  y escritor famoso. Un día empezó a sentirse mal: -¿Qué es lo que le pasa?, le preguntaban preocupados los compañeros. Y él hubo de confesar la verdad: -Hace días que no puedo dormir nada. Cuando hicimos la meditación de la eternidad, al pensar que aquello no va a acabar nunca, nunca…, me quedé aterrorizado. Lo calmaron con palabras alentadoras: -Quédese tranquilo, por favor, que usted no se va a condenar… (Padre Segneri)

Cuando no se tiene por delante ese porvenir al que Dios nos llama, la vida carece de sentido. Lo entendió muy bien uno de los primeros y más insignes teorizantes del comunismo marxista, y que acabaría siendo fusilado por orden de Stalin, el dictador rojo. A un camarada que hubo de salir expulsado de Rusia le escribía desesperado: -Dígales allá a los de Europa que se den prisa para encontrarnos en la inmortalidad, pues si hemos de morir un día, todo lo que hacemos carece de sentido (Bujarin)
De este modo hablaba un ateo que presumía de no tener fe, pero que veía la necesidad de Dios que anida en el alma.

Nuestro nombre está escrito en los libros parroquiales del Bautismo y en el Registro civil. Amamos nuestro nombre propio. Pero soñamos más en el nombre nuevo que se nos va a dar. ¡Cómo gozaremos cuando se lo oigamos pronunciar por primera vez a los labios de Dios!…

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