¡Aquella espada de María!

18. octubre 2021 | Por | Categoria: Maria

Siempre que hablamos de la Virgen lo hacemos poniendo en cada palabra nuestro corazón. ¡Queremos tanto a nuestra Madre! Y nos la solemos imaginar en el Cielo donde reina como soberana sobre todos los Angeles y los Santos. Bien, eso está muy bien para mantener nuestra esperanza en la vida eterna. Allí está María —usamos la expresión del Concilio— como la criatura más cercana a Dios, como le decimos con el cantar: Más que Tú, solo Dios, solo Dios…  Pero, mientras peregrinamos camino de la Patria, preferimos verla a nuestro lado compartiendo con nosotros los afanes de la vida. Con el mismo Concilio, la vemos como hermana nuestra, la más cercana a nosotros…

Y así la vamos a mirar hoy, unida a nosotros precisamente cuando sufrimos algo, cuando nos atenaza el dolor, cuando nos inquietan las preocupaciones de cada día, cuando no nos llega el dinero para llenar la canasta familiar, cuando la casa se agrieta y no podemos llamar al albañil o al fontanero, cuando todo son problemas y se ven pocas soluciones… ¿Está María entonces a nuestro lado? ¿Siente alguna preocupación por nosotros? ¿Podemos confiar en su ayuda? La Reina del Cielo, ¿no puede ser también una criadita nuestra y echarnos una manita en el apuro?…

En Evangelio se nos presenta María como asociada desde el principio a Jesucristo el Redentor. Por eso, y sin exageración alguna, podemos aplicar a María lo que la Imitación dice del Señor: La vida de María fue toda cruz y martirio.
María sufrirá siempre con Jesús. Ella lo ha sabido hacer mejor que ninguno de nosotros.

Recuerdo ahora lo de aquel Santo Hermano Capuchino, San Ignacio de Laconi. El bendito religioso estaba agotado y no podía más. Las tribulaciones le querían anegar como una inundación. Se postra ante la imagen de María, en aquella actitud suya de siempre, los ojos clavados en la Virgen, las manos alzadas al cielo, y grita:
– ¡Madrecita mía, ayúdame! Ya ves que no puedo más.
Y la Virgen, sonriente y animosa, le responde:
– ¡Ten paciencia y sé valiente! Mi Hijo ha llevado la cruz por ti y antes que tú.
La Virgen podía haberle añadido: Y yo sé también sé lo que es llevar una vida así. No me ganarás a llevar dolores en el corazón…

¿Es exagerada esa afirmación que hemos hecho: que la vida de María fue cruz y martirio? No, no lo es. ¿Por qué?… Los gozos de Belén —tan intensos en el corazón de aquella jovencita Madre— duraron muy poco. A los cuarenta días nada más, oye la profecía despiadada del anciano Simeón: Una espada atravesará tu propia alma.
Faltan muchos años para que el puñal se clave en lo más hondo del alma, pero María piensa siempre en lo que un día tiene que venir.  Las alegrías en la casita de Nazaret serán también muy puras, pero el filo del arma brillará siempre en lontananza. ¿Y en qué consistirá?, se pregunta muchas veces una mujer tan lista, mientras cocina y lava y cose, y va con el cántaro a la fuente, o escucha a las amigas que le felicitan por el muchacho tan estupendo que tiene… La vida de María es esto: felicidad muy honda de una mujer del hogar, pero cargada de presentimientos inquietantes.

No hace falta que recordemos lo de siempre, y que nos sabemos de memoria por el Evangelio: María sigue a Jesús con fidelidad heroica hasta el Calvario.
Es la colaboradora de la redención, Madre que sufre asociada al sacrificio del Hijo, el Sumo Sacerdote. En el Calvario sufre María en su alma lo que sufre Jesús en su Humanidad. Incluso muerto ya Jesús, la pasión de María seguía al vivo.
Por ejemplo, cuando la lanza atravesó el costado del Redentor. ¿Pero es que Jesús sufrió con aquel golpe despiadado? No, Jesús no sufrió, pero el alma de María no se podía separar del cuerpo que Ella había dado en su seno a Jesús. Con ello, la participación de María en la pasión de su Hijo superó en fuerza e intensidad a los sufrimientos físicos del martirio más atroz. Su sólo recuerdo, sigue diciendo el mismo Doctor egregio, destroza nuestros corazones, aunque sean más duros que la piedra y el hierro.

Hoy se nos dice muchas veces —y estamos en lo más puro de la doctrina de Pablo— que Jesucristo sufre en su Iglesia, sufre en los que sufren, le destroza el Corazón cada dolor de cualquiera de sus miembros. Jesucristo continua su pasión en la Iglesia y esa pasión y agonía no cesará sino al final del mundo, cuando  resucite glorificada a la Iglesia.
¿Podemos decir algo semejante de María? No lo dudemos. A la Virgen no le tienen indiferente los dolores de tantos hijos suyos que se debaten en la pobreza más grave y son víctimas de la injusticia. Le destrozan el corazón las guerras insensatas en que se debaten muchos pueblos. Los presos, los enfermos, los niños vagabundos… Los obreros que no encuentran paz y son aplastados cuando reivindican sus derechos… Todos esos hijos de María siguen pesando mucho en el Corazón de su Madre.

Y son muchos los que encuentran en la Virgen la ayuda que necesitan en su apuro físico o moral. Les ocurre como a aquellos dos obreros —albañiles que trabajaban en una iglesia— y sienten crujir el andamio. Lo oye también el mismo San Ignacio de Laconi, que acabamos de citar.  Oye el ruido, levanta los brazos a la imagen de la Virgen, y grita angustiado: ¡Sálvalos!… El caso es que los dos obreros caen en tierra ilesos y sin que les ocurra ningún mal…

Es lo de siempre. María, Madre Dolorosa, entiende como nadie nuestro dolor. Y entiende, más que nada, la problemática de nuestra salvación. Adentrarse en el Corazón de la Virgen es todo un acierto. ¡Qué bien que se vive y qué poco miedo se siente con la Madre al lado! Quien lo dude, que lo pruebe. Y que nos diga después a ver si teníamos razón o no…

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