La seguridad del áncora

27. abril 2021 | Por | Categoria: Nuestra Fe

Uno de los símbolos cristianos más característicos, más usados y más bellos es el áncora. Esa zarpa poderosa de hierro que lleva el barco cuando se lanza a la mar. Si corre peligro la nave, el áncora es un seguro de vida. Por eso el instinto cristiano ha convertido el áncora en signo de la esperanza.
Anclados en Jesucristo, en sus promesas, en su fuerza, en su fidelidad, no tememos nada por más que brame la tempestad y parezca que las olas nos van a engullir en el fondo del océano.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice en un párrafo muy denso:
“La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre: asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna” (1818)

Si nos fijamos bien, el gran Catecismo, como no podía ser menos, dirige nuestra mirada principalmente al fin, a la gloria celestial. Pero nos señala antes otras metas de la esperanza cristiana, como son el éxito en las empresas que arremetemos para el bien de nuestra vida y que han de servirnos para alcanzar mejor el Reino de los Cielos.

Me viene a este propósito un ejemplo ya antiguo, pero muy aleccionador. Un joyero de París, a finales del siglo dieciséis, hereda de su padre el negocio, pero quiebra al poco tiempo y queda en la ruina. Para levantar la empresa, toma primero a un socio inglés, después a un alemán y, finalmente, a un italiano. Con ninguno de los tres consigue nada. Casi en la desesperación, recibe la visita de un hermano suyo sacerdote, que le dice con gran espíritu de fe:
– ¡Ten confianza! ¿Por qué en vez de esos tres extranjeros no tomas por socio a Dios?
– Dios, Dios… ¿Dios socio mío en un negocio de joyas? ¿Y qué tiene que ver Dios en un negocio?…
Le costó a Pablo —que así se llamaba el joyero— el convencerse ante las razones del sacerdote. Pero, al fin, redactó un acta, que firmaba, y en la cual constaba que Dios era su socio. Los dividendos del negocio serían para los dos a partes iguales.
Parece un cuento, pero así fue la cosa. Al día siguiente mismo, recibe Pablo una gran suma que un antiguo socio le devolvía desde el lecho de muerte. Un mes después, recibía un encargo de mucho interés en la corte de Francia. Y no tardó en cobrar una gran suma que le debía también la corte de España.
Pasó el tiempo, y le sobrevino al joyero la última enfermedad. Era millonario. En su testamento, dejaba para los pobres, hospitales y beneficencia la mitad de todos sus bienes.
Los herederos se pusieron furiosos y reclamaban todo para sí. Pero el testamento estaba claro. Se presentó el acta de sociedad con Dios firmada, y los pobres se llevaron toda la parte que le correspondía a Dios (Muñana, V. y V. 53)
La confianza en Dios la tenemos para todo aquello que es voluntad de Dios sobre nosotros y nos sirve para la vida eterna.
Confiamos en Dios, ¡no faltaba más!, que conseguiremos el Cielo.
Confiamos en Dios que no nos faltará nunca lo necesario para la vida.
Confiamos en Dios que curaremos de una enfermedad.
Confiamos en Dios que nos irán bien el negocio o los exámenes.
Confiamos en Dios que este año tendremos buena cosecha.
Confiamos en Dios que encontraremos trabajo.
Confiamos en Dios que se acordará siempre de lo que nos dijo el mismo Jesús en el Evangelio: a saber, que valemos más que los pájaros y las flores, y que, por lo mismo, Él cumplirá su palabra de cuidar de nosotros más que lo hace con esas criaturas del aire y de los campos.
Confiamos en Dios que nuestra oración será atendida y que dará la paz al mundo, que escuchará el grito de los pobres, o que aliviará a las almas del Purgatorio…

Es decir, que aceptando nosotros siempre la voluntad de Dios, y haciendo lo que nos corresponde, confiamos que Dios nos manda siempre lo mejor, y que, en los males de este mundo, está su Providencia amorosa velando por nosotros y conduciendo todos los acontecimientos en orden a nuestra salvación.

Las expresiones bíblicas de los Salmos a este respecto son bellísimas. “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es mi fortaleza, ¿quién me hará templar?” (Salmo 26,1). Y lo del otro salmo que tanto cantamos: “El Señor es mi pastor, nada me falta… Aunque pase por un valle tenebroso, ningún mal temeré, porque tú estás conmigo” (Salmo 22,1 y 4)

Uno de los más grandes comentaristas de la Biblia, escribe:
– Sin esperanza no hay felicidad en la tierra. La esperanza es la que hace a los hombres laboriosos, emprendedores. La esperanza hace sufrir con paciencia todos los trabajos, todas las empresas, todos los sacrificios. La esperanza es la que ha hecho apóstoles, mártires, confesores de la fe, vírgenes, misioneros celosos, y grandes santos. Porque la esperanza, vivida con piedad, hace que el hombre mire la recompensa de todos sus trabajos (Cornelio Alápide)

“La esperanza —es palabra de Dios por San Pablo—, no engaña nunca” (Romanos 5,5) ¿Cómo se va a equivocar quien confía, si la esperanza es un don del Espíritu Santo, infundido en nosotros por el Bautismo?… Las tempestades de la vida podrán desatarse furiosas, pero el áncora de que Dios ha dotado la nave es más poderosa que todas las fuerzas del mal…

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