Iguales que María

12. abril 2021 | Por | Categoria: Maria

Muchas veces hablamos en nuestros mensajes de la Virgen María. Y lo hacemos siempre con una gran ilusión, con mucho amor, porque ya sabemos lo que María significa en nuestra piedad cristiana. Hasta ahora, cuando se nos hablaba de la Virgen en la Iglesia, se nos ponderaba la belleza de su devoción, la eficacia de la plegaria a María, la seguridad que nos da el confiarle a Ella el problema de nuestra salvación. Todo eso está muy bien, todo lo queremos mantener, y por nuestra parte no morirá nunca esa devoción tierna y filial a la Santísima Virgen.

Pero modernamente, a partir sobre todo del Concilio, la devoción a María ha tomado unos caracteres muy fuertes de imitación: Dios nos quiere como María, que es la Imagen de la Iglesia y Modelo nuestro en la Peregrinación de la Fe.
Están bien las oraciones, los cantos, las peregrinaciones para honrar a María; pero lo más importante es el esforzarse en ser como María, nuestra Madre y Ejemplar.  

Desde luego, que no vamos a hacer ningún caso de los que nos llaman mariólatras a los católicos porque amamos y honramos tanto a la Virgen María. No. Nosotros no somos mariólatras. No adoramos a la Virgen. La adoración se la tributamos sólo a Dios, y sólo a Jesucristo el Hijo de Dios.

A lo más, le diremos a María, como una exageración bella que no ofende al Señor: ¡María, te adoro!, para significar que la queremos con un cariño muy singular. Como el muchacho que le dice a la novia: ¡Te adoro!, y, sin embargo, no se le ocurre postrarse a sus pies…

No nos referimos a nada de eso si hablamos a veces de algunas falsificaciones que podrían darse en la devoción a María. Sino que pensamos en algo muy distinto. Queremos decir que, con alguna frecuencia, nuestra manera de actuar no es la de verdaderos hijos de María. Si amamos a María, si nos gloriamos de ser hijos de María, es evidente que esta devoción se convierte en una exigencia.

Leo en un libro un dicho antiguo intraducible, que venía a decir: los hijos son iguales que la madre. Esto lo vemos miles de veces. Nos basta mirar los rasgos de una persona, para asegurar:
– No hace falta que este chico diga quién es su madre, o que esta muchacha nos cuente de quién es hija…
Esto mismo cabe decir de los que nos gloriamos de ser hijos de María. Basta que se nos mire en nuestra manera de ser cristianos, en las formas de vivir nuestra fe, para que todos digan:
– Igual, igual que su Madre la Virgen…

Modernamente hemos tenido en la Iglesia un caso, hermoso de verdad. El de una chica que, en su Colegio, al entrar a formar parte en la Congregación Mariana, escoge un lema que se llevó la palma entre todas las compañeras, y que decía a la Virgen:
– Que quien me mire, te vea.
La chica —a la que esperamos ver en los altares— era de una conducta ejemplar. Era, además, bonita por que sí. Y se dio a imitar a la Virgen en todo. Estaba detenida una vez con su mamá ante un escaparate de la calle más clásica de la Capital, cuando uno que la ve le suelta un piropo tan típicamente madrileño:
– ¡Pero, qué maravilla! Si parece la Virgen María paseándose por la Castellana… (Venerable Teresita González Quevedo, muerta a sus 20 años en 1950)

Es una anécdota que se cuenta muchas veces, como la respuesta de la Virgen a quien se había propuesto ser y vivir como Ella.
Esto es lo que cabe decir también de quienes nos gloriamos de ser hijos de María. Basta que se nos mire en nuestra manera de ser cristianos, y de vivir nuestra fe, para que todos digan:
– Igual, igual que su Madre la Virgen…
A este punto nos lleva la devoción a la Virgen tal como la preferimos hoy en la Iglesia. Al punto de ser como nuestra Madre, que Dios nos da como imagen y modelo de nuestro caminar cristiano.

La consideración de hoy me la ha sugerido una estampa ya algo vieja de la Virgen, que tengo delante de mí, la cual está señalando con la mano derecha el Corazón, como diciéndonos sin decir palabra:
– ¿No ven? ¿Se dan cuenta de este lirio que sube tan airoso? ¿Entienden estas espinas que me rodean y se me clavan? ¿No se calientan con estas llamas que me abrasan a mí?…
Y, al querer descifrar estos signos tan claros, la reflexión se convierte en evidencia.
¿Amar a la Virgen, y llevar unas maneras de vivir incompatibles con la blancura del lirio?…
¿Amar a la Virgen, clavándole a la Madre espinas bien dolorosas?…
¿Amar a la Virgen, y no estar nosotros ardiendo en amor a Dios, a Jesucristo el Hijo de María, a todos los hombres, hijos todos de la misma Madre celestial?…

Jesucristo dice en el Evangelio que muchos le dirán: ¡Señor, Señor!, y que Él responderá: ¡No sé quiénes son! Asimismo, sería una lástima que la Virgen se quejara de muchos que decimos quererla tanto y tomara la expresión de Jesús con estas palabras, suavizadas por la finura femenina, pero con el mismo aire de reproche:
– ¡Pues, sí que se parecen poco a su Mamá!…
No; eso no lo dirá la Virgen de nosotros. Porque estamos seguros de que Ella, al ver cómo la queremos y cómo la seguimos en el camino de la fe, se muestra feliz con estos sus hijos e hijas y nos luce ante Dios y los Ángeles con verdadero orgullo…

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