Tercer Domingo de Cuaresma (B)

1. marzo 2024 | Por | Categoria: Charla Dominical

El Evangelio de este Domingo nos presenta un hecho singular del todo. Hasta parece muy extraño en la vida de Jesús. Parece que el Señor no se podía enojar tanto como lo hace hoy. Pero, así fue.

Llega a Jerusalén para la Pascua judía y se encuentra con un espectáculo que había contemplado otras veces, siempre que subía a la celebración de la fiesta. Pero nunca había podido actuar, aunque nunca le había parecido bien lo que sus ojos veían.
No le conoce todavía nadie, por más que ya lleva consigo a los primeros discípulos.
Pero ahora tiene que manifestarse al mundo como el Enviado de Dios, y ha llegado la hora de dar un campanazo, y bien sonado, ante los dirigentes del pueblo.

En las explanadas del templo reinaba una confusión enorme. El negocio estaba en su apogeo durante estos días. Como se necesitaban tantos animales para los sacrificios, allí se amontonaban ovejas, corderos, bueyes, entre pilas de jaulas para palomas y pichones… Y, sobre todo, allí estaban colocadas las mesas de los negociantes, las de los cambistas, las de todos los que olían buenas ganancias a costa del culto…
En medio de tanto revoltijo, tanto gritos y tanta confusión, ¿quién era capaz de elevar el corazón a Dios con la plegaria?… Nadie. Total, que el templo, hecho para la oración, cumplía con cualquier oficio menos con el suyo propio.
Entonces Jesús agarra unos cordeles, hace con ellos un látigo bien robusto, y sin previo aviso empieza a repartir golpes a derecha e izquierda. Vuelca las mesas de los cambistas, tira por tierra el dinero, y sigue repartiendo porrazos mientras lanza gritos salidos del fondo de su alma herida, más que de su garganta:
– ¡Fuera de aquí, bandidos! ¡Fuera todos!…  ¿Por qué se han empeñado en profanar la Casa de mi Padre? ¿No han oído nunca lo que dice Dios: mi casa es casa de oración? Entonces, ¿por qué la han convertido ustedes en una cueva de ladrones?…
Siguen los golpes dados con fuerza, porque Jesús no está gastando bromas. Hasta que se despejan los patios y no quedan más que los hombres de bien que han venido a rezar… San Agustín dirá que este milagro moral, el de ser obedecido en estas circunstancias, es mayor que cualquier otro milagro de los obrados después por Jesús…
No acaba aquí todo, porque ahora viene la consecuencia. Los sumos sacerdotes del templo y los jefes del pueblo, le reclaman severos:
– ¿Con qué autoridad haces tú esto? ¿Qué señal nos das tú para demostrar que actúas en nombre de Dios, al que llamas tu Padre?
– ¿Quieren un signo de mi autoridad? Se lo doy: destruyan este templo, y yo lo reedifico en tres días.
– ¿Qué dices?…  Ha costado su construcción cuarenta y seis años desde que lo comenzó Herodes, y, destruido, ¿lo vuelves a levantar tú en tres días?…
Aquellos jefes podían observar cómo Jesús señalaba su propio cuerpo. Entonces no lo entendieron, pero se acordaron cuando Jesús estaba ya sepultado, y temieron por la resurrección. No se equivocaban, desde luego, y por algo pidieron a Pilato la guardia para el sepulcro…

El hecho, ciertamente, es del todo singular. Esos enojos de Jesús y esos golpes a porrazo limpio no los hubiéramos imaginado nunca. Pero el celo por la gloria de su Padre le llevó a aquella actuación inesperada. Con ella quiso decir que venía a purificar el templo.

Más, venía a decir que ese templo ya no servía para el nuevo culto que Él iba a instituir: un culto fundado sobre su propio Cuerpo que sería, al mismo tiempo, un Sacerdote, una Víctima y un Altar.
Este será el único culto, el de Jesucristo muerto y resucitado, que Dios iba a aceptar en adelante.

Si ahora nos ponemos a aplicar todo esto a la vida cristiana, tenemos materia para sacar consecuencias abundantes.
Jesucristo es el Sacerdote y la Víctima, a la vez que el Templo y el Altar del culto católico. La Eucaristía ha suplido en la Iglesia todos los sacrificios, innumerables e inútiles para el perdón de los pecados, que ofrecía el antiguo Israel.
Nosotros ofrecemos a Jesús, al que después nos comemos por la Comunión en banquete fraternal, y se queda finalmente en nuestros templos materiales inundándolos de su Divinidad, haciéndolos así, desde su Sagrario, los lugares más recogidos, devotos y santos para nuestra oración y nuestro trato con Dios…

Y, como el Cuerpo de Jesús, la misma Palabra de Dios nos asegura que nuestros propios cuerpos son otros tantos templos consagrados. El apóstol San Pablo es terminante: -¿No saben que son templos de Dios, y que el Espíritu de Dios habita en ustedes? De lo cual sacará el mismo Apóstol la conclusión más natural y más grave: -Por lo tanto, quien profane el templo de Dios será destruido por el mismo Dios.

Por el contrario, el mismo Pablo, considerando esta sacralidad de nuestro cuerpo de bautizados, nos animará a ejercer verdaderas funciones sacerdotales: -Les exhorto a ofrecer sus cuerpos como sacrificio viviente, santo y agradable a Dios. ¡Este es su culto espiritual!

Se ha cumplido al pie de la letra lo de Jesús a la Samaritana: -Créeme, mujer, llega el tiempo en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad.

¡Señor Jesucristo!
Nos vienen ganas de agarrar aquel látigo que usaste y besarlo con toda el alma. Para nosotros ha sido un libro que nos ha enseñado lecciones muy profundas…
Tú, en la Eucaristía sobre todo, como en el Calvario, eres la cima suprema del verdadero culto a Dios.
Nosotros, como Tú, somos templos, víctimas y sacerdotes para el culto de un sacerdocio real. No podíamos si soñarlo…

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