Jueves Santo (B)

28. marzo 2024 | Por | Categoria: Charla Dominical

No se sabe por dónde empezar cuando se quiere hablar del amor que Jesucristo derrochó en este día del Jueves Santo.
Porque Aquel que no había hecho más que amar a lo largo de toda su vida llegó hoy a unos extremos inconcebibles. Es la palabra del Evangelio de Juan:
– “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin”, hasta límites nunca antes soñados, hasta detalles jamás pensados por nadie…

Santo Tomás Moro, el Canciller inglés del Rey apóstata Enrique VIII, preso en la cárcel y poco antes de derramar su sangre en defensa de la fe católica, con el recuerdo vivo de la esposa y los hijos que estaban desolados, escribió estas palabras llenas de angustia:
– ¡Señor, qué duro es amar y no poder manifestarlo!…

Era la angustia de Jesús en los momentos solemnes de la Ultima Cena. Pero, con una gran diferencia del mártir inglés. Jesús amaba, sentía la angustia de la partida, y tenía en su mano el poder manifestar el amor inmenso de su Corazón.
Es entonces cuando lleva a cabo un sueño dorado de hacía mucho tiempo. Perece que se iba preguntando:
– ¿Me doy del todo, sí o no?… ¿Me quedo o no me quedo con ellos?… ¿Me meto dentro de sus pechos para convertirlos en cielo mío?…  ¿Me doy a ellos en comida, para que no tengan más hambre, para que no desfallezcan en el camino, y como prenda de la vida eterna?… ¿Voy a dejar sola a mi Iglesia, sumida en suspiros constantes por su esposo que se fue lejos, lejos?… ¿Y qué recuerdo le entrego, si no se va a contentar con nada, a no ser que sea yo mismo?… Una flor o un retrato que le alargue no son nada para ella, y tampoco son nada para mí… Cuando yo me encuentre en el Cielo y ella siga en la tierra dentro de las luchas que le van a venir, ¿quién será su fuerza, su consuelo, su esperanza?…

Nosotros no dudamos que Jesús estaba dominado por semejantes pensamientos y sentimientos durante estos días últimos. Y ahora llegaba el momento de decidirse, de hacer una cosa u otra.
Porque si bien es cierto que el amor no sabe medirse, Jesús, como hombre, calibraba su gesto. Veía pros y contras. Pero tomó su resolución firme, y con el pan en la mano, con el cáliz lleno de vino, pronunció las palabras más augustas y nunca por nadie imaginadas:
– Tomen y coman, porque esto es mi cuerpo. Tomen y beban, porque esta es mi sangre. Hagan ustedes esto mismo hasta que yo vuelva…
Y desde entonces, aquí tenemos con nosotros a Jesús.
Es Él mismo, en toda la realidad de su Persona.
Aquí está con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad.

El que está resucitado en el Cielo, se hace presente sobre el Altar en calidad de Víctima como en el Calvario. En nuestra debilidad, en nuestra miseria, en nuestro pecado, tenemos algo grande que ofrecer a Dios por nuestra salvación.
Es el mismo Jesús que moría en la Cruz el que ahora implora por nosotros el perdón y el que muestra entre nosotros sus llagas al Padre para que nos otorgue su benevolencia y sus bendiciones.
Lo dice expresamente Jesús: “Mi cuerpo que por vosotros es entregado…, mi sangre que vosotros es derramada”. Nuestros pecados podrán ser muchos y podrán ser grandes. Pero la Hostia Santa que ofrecemos por ellos a Dios pesa mucho más ante la justicia divina que todas nuestras culpas.

El que en el Cielo es el Pan de los Ángeles, se hace comida de los hombres en la Comunión. Los antiguos israelitas, alimentados por el maná, llegaron hasta la tierra prometida, aunque al fin murieron. El nuevo Israel de Dios, la Iglesia, tiene en su peregrinar un Pan verdaderamente bajado del Cielo, con el que llega hasta la Patria prometida y en la que ya no podrá morir. El Pan vivo, que es Jesucristo, le ha dado la vida eterna.

El que en el Cielo es la delicia de los Santos, se hace en el Sagrario compañero de nuestro caminar… No, Jesucristo no deja sola y abandonada a su Iglesia. En nuestros templos está, señalado por una lamparita, para comunicarnos las efusiones amorosas de su Corazón, para recibir las caricias nuestras, que las espera y las pide…
¿Es verdad que las espera y las pide?… Una joven buena, buena de verdad, se colocaba siempre en la última banca de la iglesia y allí se las entendía con el Señor. Hasta que un día escucha, clara y distintamente, una voz que sale del Sagrario:
-¿Y cómo quieres que hable con mi amiga, si se me pone tan lejos?…  
La chica entendió, y desde entonces su puesto era la banca primera y la misma grada del altar…

¿Es verdad que Jesús recibe nuestros pequeños detalles?… Una niña africana, asidua oyente en la Misión, ve cómo la Religiosa confecciona las hostias para la Misa. Agarra una vez una hostia grande y la besa con gran cariño, aunque la misionera le advierte:
-No, pequeña. No la beses, que aquí no está todavía Jesús. Lo estará cuando el Sacerdote haya dicho las palabras de la consagración.
Y la niña, con enorme convicción:
-Ya lo sé, Hermana. Pero le doy este beso ahora para que Jesús se lo encuentre cuando venga.
La voz de la inocencia decía una verdad que puede asombrar a cualquier teólogo…

¡Señor Jesús!
¿Qué quieres que te digamos hoy?… Nos vas a ver en adoración ante el Monumento. A lo mejor estaremos silenciosos, sin decirte nada. Pero Tú sabes leer los corazones. Los nuestros te van a decir con unos gritos que sólo vas a oír Tú: ¡Gracias! ¡Gracias mil porque te has quedado con nosotros!
Porque no te has contentado con un recuerdo, sino que has dado Tú, Tú mismo. ¡Gracias, mil gracias, Señor!…
Es la única palabra que hoy sale de nuestros labios. No sabemos decir nada más…

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