Iguales que los demás

21. febrero 2022 | Por | Categoria: Narraciones Bíblicas

Jesús quería a Nazaret, el pueblo en que se había criado, y con su nombre será conocido en la Historia: Jesús Nazareno. Cuando empezó a predicar, tuvo Jesús en su pueblecito una acogida muy cariñosa. Pero una segunda visita —aunque Lucas nos cuenta las dos como si hubieran sido una visita sola— le dejó a Jesús un sabor muy amargo (Lucas 4,10-30. Mateo 13,54-58. Marcos 6,1-6)
Llega el sábado, y, como buen judío, acude a la sinagoga para escuchar la Palabra y para orar. El rabino que preside, y según era la costumbre, invita hoy también:
– ¿Hay alguno que tenga alguna palabra de edificación?
Jesús acepta la cortesía, se alza de su sitio, avanza adelante, pide el rollo de la Escritura, y le sale este pasaje de Isaías:
– El Espíritu del Señor está sobre mí. Por lo cual me ha ungido, me ha enviado para evangelizar a los pobres, para predicar a los cautivos la liberación y a los ciegos la curación, para dar libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracia del Señor.
Todos los de la sinagoga tienen clavados en Él los ojos. Ven cómo enrolla el pergamino, se sienta, y empieza a hablar:
– Hoy se cumple esta Escritura ante vuestra vista. Dios está realizando su promesa.
Murmullos de aprobación entre los oyentes. Palmadas de satisfacción. Este su paisano, Jesús, les va a dar fama. Así lo piensan y así lo comentan allí mismo:
– ¡Mirad qué bien que lo hace! ¡Y cómo habla!… Pero, ¿de dónde y cómo le viene a este Jesús semejante sabiduría? Si no es más que el carpintero, el hijo de José, y entre nosotros tenemos a su madre María y a todos sus parientes…
Lo han visto siempre un magnífico muchacho, y ahora le animan a tirar adelante. Así acaba esta visita.
Pero, cuando ya Jesús es muy popular en toda Galilea, viene de nuevo a su pueblo, y va a cosechar una gran decepción. Comienzan por decirle en la misma sinagoga:
– ¿Por qué no haces aquí entre nosotros los milagros que has realizado en Cafarnaúm y en otras partes? Así veremos que eres un profeta, y no el carpintero de siempre…
Jesús capta la realidad de la situación, y les dice triste, y decepcionado por su falta de fe:
– ¿Milagros aquí? No puedo. Os falta fe. Ya sabía yo que un profeta es despreciado sólo en su propio país, entre sus parientes y familia. Me pasa como a Elías en su tiempo: socorrió sólo a la viuda de Sarepta, una extranjera; y como a Eliseo, que curó de la lepra sólo a Naamán el sirio.
Los hombres del pueblo se ponen furiosos, agarran a Jesús para despeñarlo por el precipicio de la colina a cuyos pies se asienta Nazaret, pero Jesús se les suelta de las manos muy tranquilo, y se marcha a la vista de todos ellos. Ya no volverá más a su pueblo.

Esta será una lección perenne en la Iglesia, porque está compuesta por hombres que somos limitados. Y quien mire esas limitaciones de los hombres, de los ministros de la Iglesia, siempre se resistirá a aceptar a la mima Iglesia. Si tropezaron los de Nazaret en Jesús, que era el hombre perfecto, sin defecto alguno, ¿qué cabrá esperar cuando nos ponemos a juzgar a unos ministros, muy de Jesucristo, eso sí, pero con su carga de defectos como los demás?… Así que no podemos extrañarnos de nada.

¿Quiénes aceptarán la Palabra de Dios en la Iglesia? Solamente los que tengan fe. Solamente los que no se fijen en apariencias. Solamente los que estén convencidos de que el enviado de Dios es un hombre como los demás, con todas sus limitaciones, con todos sus defectos, o con todas las brillantes cualidades de que Dios le haya adornado. Conocer a un Obispo, a un Sacerdote, a un Misionero, a un Delegado de la Palabra, a una Religiosa…, puede ser un tropiezo.

Esta página del Evangelio es muy aleccionadora. Nos trae un fracaso de Jesús, y un fracaso muy doloroso para nuestro Salvador. El Hijo de Dios quiso revestirse de todas nuestras limitaciones al hacerse hombre. Menos en el pecado, es en todo igual que sus hermanos los hombres.
Jesús era consciente de lo que esto significaba para muchos, que esperaban un Cristo deslumbrante caído desde el cielo y capaz de cegar a todos con su esplendor. Por eso dijo a aquellos delegados de Juan el Bautista: -¡Dichoso el que no se escandaliza de mí!
Si esto decía Jesús de Sí mismo, ¿qué no podrá decir de los ministros que en su bondad ha puesto al frente de nosotros, e iguales que nosotros en todo?… Naturalmente, que, al comentar el Evangelio así, nosotros hablamos como personas creyentes.
Para aceptar al enviado de Dios, y por medio de él la misma Palabra de Dios, los Sacramentos o el gobierno de la Iglesia, se necesita fe, únicamente fe. Como la que tenía aquel gran orador, gran asambleísta, y gran embajador de su país en Francia. Cada domingo iba en París a una iglesia humilde, donde se encontraba también con algún Cura muy modesto. Y contestaba a quienes se lo echaban en cara:
– En el Cura yo miro a Dios, y es a quien escucho en el Cura. Dios me habla por su medio (Donoso Cortés)

Este famoso diplomático nos da la clave verdadera, plenamente evangélica, porque dice el mismo Jesús a los apóstoles:
– Quien a vosotros acoge, a mí me acoge. Y quien me acoge a mí, acoge a Dios mi Padre, que me ha enviado (Juan 13,20)
Con un poco de fe, podemos ser mejores con Jesucristo que sus paisanos de Nazaret…

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