Soñando a lo divino

20. enero 2012 | Por | Categoria: Reflexiones

El domingo pasado tuve la suerte de participar la Misa en una iglesia donde un grupo de jóvenes hizo alarde de optimismo arrebatador. Acabó la celebración con ese canto tan bello que siempre resulta nuevo: Juntos para soñar nuevas inmensidades, juntos para marcar ritmos de nuevo amor.
Para colmo de dichas, y como se trataba de una fiesta local dedicada a las familias, la comunidad parroquial le dedicó a la Virgen un Rosario en los misterios de gozo, y yo me iba diciendo: Pero, ¿no es esto lo que necesitamos? ¿No nos conviene soñar un poco más, como soñó sin duda aquella muchacha de Nazaret? ¿Cómo no iba a soñar la Virgen a lo divino cuando vio a Dios metido por Ella en el mundo? ¿Cómo no iba a soñar mientras lo llevaba, para darlo, a su prima Isabel? ¿Cómo no iba a soñar en una noche celestial, al oír a los pastores que se había rasgado el cielo y que los ángeles cantaban por multitudes entre las estrellas?…

Total, que me decidí a soñar yo también. Y soñé que entre todos podíamos hacer que fuera una realidad lo que proponen las estrofas de ese canto:
– unirnos para formar un mundo nuevo;
– unirnos para conseguir que la paz sea estable en el mundo;
– unirnos para que reine el amor;
– unirnos para trabajar juntos siempre dentro de la Iglesia con espíritu juvenil.

Escuchamos tantos lamentos sobre la marcha del mundo y se nos dan tantas estadísticas de males y males que aquejan a la sociedad, que no sabemos al fin qué pensar. ¿De veras que todo es una calamidad y que no hay nada qué hacer? ¿No será esto una excusa para nuestra pereza?…
La verdad es que los hombres y mujeres que han visto y palpado más calamidades han sido también los que han trabajado con más optimismo para el bien de los demás y los que han conseguido más frutos. ¿Ha hecho algo de bien la Madre Teresa? Y ella sabía —según su frase célebre—―que todo lo que hacía no era más que una gota de agua echada en el mar, pero que sin ella el mar tendría una gota menos… ¿Quién nos prohibe a nosotros hacer lo mismo?
Estamos convencidos de que todo lo que hacemos a nuestro alrededor mejora al mundo, y, como hizo Dios al mandarnos a Jesucristo, hacemos sobreabundar el bien donde abunda el mal. Si hacemos el bien es porque se necesita hacer el bien donde no hay más que males en abundancia. El mal entonces, en vez de hacernos pesimistas, nos convierte en los optimistas más soñadores…
Ante todo, pues, ¡ánimo para hacer el bien a todos los que nos rodean!

Y el bien primero que buscamos es la paz entre todos. Donde hay paz hay felicidad, hay progreso, hay confianza mutua. Y no pensemos en la tarea de las Naciones Unidas, que eso es para gente de los gobiernos. Nosotros pensamos en la paz dentro de nuestros hogares, entre el personal de la oficina, del almacén o de la fábrica, entre los vecinos de nuestro barrio… La paz que así esparcimos se ensancha como los círculos de agua en el lago y llega más lejos de lo que nos imaginamos…
Esa paz se basa y está condicionada por el amor. Cuando se ama sobran todas las recomendaciones y dictámenes para evitar el mal y hacer todo el bien que está al alcance de nuestras manos. Los dominios del amor no tienen fronteras, y modernamente nos estamos haciendo cada vez más sensibles a extender el amor a campos en los que  antes nadie pensaba. Por ejemplo, a la Naturaleza. ¿Qué significa, por poner un caso, el talar irresponsablemente los bosques? Nosotros queremos respetar la tierra, y es un respeto lleno de amor al Dios que nos la confió y a los hermanos que la necesitan. Dando amor a todos y a todo es —volvemos a la canción—―cómo Juntos marchamos unidos como escuadrón del amor, juntos templamos en forja la paz de un mundo nuevo y mejor.

Y hacemos todo esto con optimismo y espíritu juvenil. Aquel grupo de muchachos y muchachas lo expresaban al son de sus guitarras con esta estrofa tan poética: Juntos llenamos la copa llena hasta el borde de luz, juntos bebemos estrellas en brindis nuevo de juventud.

Se repite muchas veces, y con toda razón, que el mundo es de los jóvenes. Pero no pensemos ahora en la edad que se cuenta por años, sino por la juventud del espíritu. El Papa Juan Pablo II sorprendió una vez con la declaración que hacía de sí mismo. Visitaba aquel domingo una Parroquia de Roma, y, rodeado de muchachos y muchachas, les decía aquel valiente de setenta y ocho años, lleno de achaques y con las heridas de la bala nunca bien curadas:  Me he encontrado con jóvenes de todo el mundo, y también soy un joven.
Hubo de hacer silencio el Papa ante los aplausos entusiastas que le impedían seguir. Hasta que pudo continuar con buen humor: Os animo a permanecer siempre jóvenes, si no con las fuerzas físicas, sí con las fuerzas del espíritu. Esto se puede conseguir, a esto se puede llegar. Esto es lo que siento y os lo digo con mi propia experiencia. Lo repito: os animo a no dejaros envejecer, os lo digo yo, un joven-viejo y un viejo-joven. Y el Papa lo decía cuando un valiente de su misma edad, el primer astronauta norteamericano que dio tres vueltas a la Tierra, regresaba al espacio por varios días a sus setenta y ocho años también (Juan Pablo II, 6-XII,1998. Astronauta Glenn)

Nosotros, como cristianos y como apóstoles, miramos los males del mundo no para lamentarnos estérilmente, sino para animarnos a trabajar más por la causa del Reino. Dios tiene confianza en nosotros, y por eso nos encarga trabajar por un mundo nuevo y mejor, sabiendo que vamos a responder a sus planes amorosos.

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