Jóvenes eternos

31. diciembre 2010 | Por | Categoria: Reflexiones

Los hombres de todos los tiempos, y en los nuestros igual que siempre o más que nunca, han buscado maneras de alargar, no precisamente la vida, sino la juventud.  Se tiene la ilusión de ser jóvenes el más tiempo posible. Al menos, aparentar jóvenes todo lo que se pueda… De aquí, la obsesión de algunos por quitarse años de encima, cuando se les pregunta por su edad. Y de aquí nuestra educación también, en no preguntar cuántos han caído al celebrar el cumpleaños… Sin embargo, el calendario es implacable. Y el espejo, se encarga de no mentirnos…

¿Hay que perder por eso la ilusión de ser realmente jóvenes? ¿Nos podemos sentir jóvenes? ¿Podemos ser jóvenes de verdad?… Hoy se habla mucho de esto. Y, con sobrada razón, se nos dice que uno es joven mientras quiere serlo.
Porque la juventud no es una prerrogativa de los años, sino del espíritu. Algo que comprobamos cada día, pues nos encontramos a cada paso con jóvenes que están y se sienten del todo aviejados, mientras que vemos cada vez más ancianos con un espíritu juvenil envidiable.

Cuando moría en París aquel famoso sacerdote, que tanto bien hizo a la niñez con sus innumerables libros, dirigía a los circunstantes, ¡a sus 96 años!, esta súplica conmovedora:
– ¡Ayudadme a trabajar para servir! (Mons. Edmond Loutil, “Pierre L’Ermite”, + 1959)

Uno se pregunta: Pues si a los noventa y seis años aún no le ha llegado la hora de descansar, ¿cuándo va a dejar de ser joven este mozo simpático?…

Al conocer nosotros las características de la juventud, como son la ilusión, el amor y la alegría, nos proponemos vivirlas todos, tengamos la edad que tengamos, para hacer que los años de nuestra vida no pasen, sino que se mantengan en una juventud perenne.

Lo primero que procuramos es vivir con la Ilusión de trabajar, de hacer algo de provecho, de servir a los demás. Mientras se conserva esta ilusión, ni se gastan las energías ni el espíritu se envejece.
Más que nada, se tiene ilusión por crecer en la vida espiritual, en la oración, en la unión con Dios, en el interés por aumentar el caudal de méritos para la vida eterna. Si allí vamos a ser tan ricos en gloria como lo hayamos sido aquí ricos en gracia, ¿puede haber algo que infunda más ilusiones que el hacerse millonarios para la eternidad?…

La ilusión se traduce siempre en Amor, un amor que no decrece con los años, sino que aumenta progresivamente, sin detenerse nunca. Será amor sereno, tranquilo, sin la fogosidad de aquel despertarse el amor cuando muchachos; pero tendrá una intensidad antes desconocida y será mucho más profundo. Y esto pasa lo mismo en el amor humano que en el amor de Dios. Cuanto más se avanza en la vida, más se avanza también en el amor de ese Dios que nos está llamando con voces irresistibles.

Si se tienen ilusión y amor, la Alegría vendrá a llenar todas las horas de la jornada. Todos notamos —a poco que observemos a los demás y nos percatemos de lo que nos pasa a nosotros mismos—, que cuando la sonrisa y el cantar no se caen de los labios, indican a las claras que el corazón está lleno de juventud.

Y hay algo más. Nosotros, en nuestros mensajes, miramos todas estas realidades humanas a la luz de la fe. Y la fe nos dice que si queremos un auténtico elixir de juventud, lo podemos buscar en Dios sin temor a equivocarnos.

Al hablar así, ni exageramos ni hablamos tan siquiera en imagen, sino que expresamos una gran realidad, comprobada en la vida de todos los Santos. Porque Dios es un joven eterno, es más joven que nadie, y metiéndonos en Dios, viviendo de Dios, Él nos hace participar de sus atributos, sin excluir el de su eternidad, y así nos hace jóvenes eternos.

Agonizaba una buena madre de familia en medio de la noche callada. Intuye como nunca la presencia de Dios. Se incorpora con esfuerzo, y dice antes de expirar en brazos de su hija:
– ¡Oh, qué joven es el Dios eterno!
No pudo decirlo mejor. Un filósofo, un teólogo, no se hubieran expresado con más exactitud. Porque Dios, al no tener ni principio ni fin, es más joven que nadie, es un joven eterno.
Los artistas se engañan al presentar a Dios —sobre todo a la Persona del Padre— como un anciano venerable. Nada más opuesto a la realidad divina. Dios no tiene años, porque a Dios no le pasa el tiempo. En el Cielo no hay ningún calendario al que Dios tenga que consultar. El tiempo de Dios se cifra en un HOY o en un AHORA que no han empezado, que no progresan, que no acaban…

Vivir y crecer en la Gracia de Dios, es vivir y acrecentar la juventud sin dar marcha atrás, por más que se nos escapen inhumanamente las horas y los días, las semanas, los meses y los años… Así lo sentía y lo escribió para norma nuestra el apóstol San Pablo:
– Aunque nuestro hombre exterior, este cuerpo mortal, se va desmoronando poco a poco, sin embargo, interiormente nos vamos renovando día a día. Y no contemplamos las cosas que se ven, sino las que no se ven. Pues las que se ven son pasajeras, mientras que las que no se ven son eternas (2Corintios. 4,16-18)

Tenemos a nuestra mano el elixir de la juventud perenne. Pero no acudamos a ningún médico, ni vayamos después con la receta a la farmacia. ¡A llenarse de Dios! Y a adherirse a la Persona de Jesucristo, que, resucitado, es ya un joven eterno…

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