Jesucristo, un fugitivo

20. enero 2025 | Por | Categoria: Jesucristo

Hay páginas del Evangelio que realmente no se entienden. Y son páginas a veces clave para entender toda la vida de Jesucristo. Una de ellas es la huida de la Sagrada Familia a Egipto. Aparte del hecho histórico, un acontecimiento semejante está lleno de significados profundos.

La historia del rey Herodes y de los Niños Inocentes nos la sabemos de memoria. Apenas nace Jesús, todo es alegría, gozo, augurios felices. Mucha pobreza en acontecimiento tan bello, eso sí, pero cuanta más pobreza, más idilio también en todo. Los cielos que se rasgan en mitad de la noche y dejan ver a legiones de Angeles cantando… Pastores que vienen curiosos a ver a un chiquitín acostadito en un pesebre… Magos que llegan con ricos dones a adorar a un futuro gran Rey… La bendita y encantadora Madre de este Niño sonríe feliz a todos. Su esposo, José, un hombre formidable que le está resultando bueno de veras a Dios en la misión que le ha confiando… Todo es un encanto.
Hasta que llega la orden desconcertante en mitad de la noche:
– ¡José! Date prisa. Levántate, y emprende la marcha hacia Egipto. Escápate corriendo, porque el rey Herodes busca al Niño para matarlo. Huye a esta nación extranjera, y no te muevas de allí hasta que yo mismo te avise (Mateo 2,20)

Pocas cosas había que preparar. Pero cargan como pueden con todas ellas para tener algo con que acomodarse en el destierro, y Jesucristo —el causante involuntario de todo esta aventura a sus dos añitos escasos—―es un fugitivo, un desterrado, un perseguido que tiene que defenderse con el único recurso de la Providencia de Dios.

Entre tanto, en Belén y sus alrededores, caen al filo de la espada algunas decenas de niños inocentes, que no han cometido otro crimen sino haber venido al mundo en los mismos días que ese compañerito que se ha escapado… Los han arrancado de los brazos de sus madres que lloran y gritan desesperadas, aunque no conmueven para nada a unos soldados brutos que obedecen a un tirano sin igual.

Este hecho es desconcertante, desde luego. Pero es un símbolo de todo lo que va a pasar a lo largo de siglos y de milenios.
Jesucristo, el festejado por los Angeles en los cielos, el acogido por los pobres en el pesebre, el adorado y obsequiado por hombres sabios y ricos, pero buenos, ese Jesucristo estorba. Hay que eliminarlo ahora, y habrá que echarlo del mundo siempre, caigan los que caigan de sus partidarios. Aunque, para consuelo y sostén vigoroso de sus seguidores, siempre resonarán las palabras alentadoras e irónicas de un salmo de la Biblia: ¿Por qué se empeñan las gentes en tramar necedades y se juntan todas contra el Señor y su Ungido? El que habita en los cielos se ríe… Así ocurre ahora, y ocurrirá siempre.

A Herodes se le escapa el único chiquillo que busca… Y eso que el zorro de Herodes ha empleado las armas al parecer más eficaces, hasta una bien disimulada piedad: Entérense bien y me lo vienen a comunicar, para ir yo también a adorarlo…
La historia de la Iglesia es un continuo repetirse este caso. Jesucristo y la Iglesia son la misma cosa, de modo que el Resucitado le reclamará a Saulo ante las puertas de Damasco: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?…(Hech. 9)

Y la Iglesia, como Jesucristo en Belén, se verá proscrita en muchas naciones y habrá de huir, fugitiva, hacia otras que la quieran acoger. Hasta que se pueda permitir el volver —como Jesús desde Egipto—―a esos mismos países en que hubo de sufrir la persecución.

Jesucristo, fugitivo, es una imagen dolorosa del Evangelio. Pero todo lo que tiene de dolorosa, lo tiene también de aleccionadora y estimulante.
Cuando hablamos de las persecuciones de la Iglesia, siempre pensamos en espadas y fusiles… Y esas armas nos dan muy poco miedo. La Iglesia está acostumbrada a derramar sangre en muchos de sus hijos.

Uno de los peores perseguidores que ha tenido la Iglesia en los tiempos modernos, no hizo derramar ni una gota de sangre ni estimuló a nadie a tomar un arma. Al son de su grito que resonó en toda la Europa del siglo dieciocho —¡Aplastar al Infame!—, desató contra Jesucristo y la Iglesia una feroz campaña de difamación con chistes y burlas, y consiguió desprestigiar a la Iglesia, restarle influencia y retirarla de la vida pública en sectores de la sociedad antes fielmente cristianos.

Hoy se le persigue a la Iglesia con la difusión organizada de sectas fundamentalistas y con campañas que destrozan la moral: la proclamación de la libertad sexual, la aceptación legal del aborto, la igualdad exigida para cualquier clase de matrimonio… Todo eso, a la larga, es ir contra la doctrina y la ley de la Iglesia, que por ser en todo la misma doctrina y la misma ley de Jesucristo, se dirige todo a echar fuera al mismo Jesucristo en Persona.

La Iglesia no se ríe de todo esto —porque eso de reírse Dios de estas maquinaciones contra su Cristo, lo dice el salmo de la Biblia como una advertencia seria—; al contrario, la Iglesia está preocupada muy hondamente de la salvación de sus perseguidores, porque, como el mismo Dios, la Iglesia quiere que todos los hombres se salven y que ninguno se pierda.

Nosotros, como hijos de la Iglesia, abrazamos a todos los hombres.
A todos les queremos extender los brazos para hacerles todo el bien que esté en nuestras manos.
Porque la Iglesia sabe que debe ser como el mismo Jesucristo: sirviendo y muriendo, y dando testimonio con la sangre en la persecución, es como contribuye a la salvación de todos.

Comentarios cerrados