¿Basta sólo Jesucristo?…
10. febrero 2025 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: JesucristoTodos nos sabemos de memoria y repetimos continuamente esos textos de la Biblia que nos hablan del plan salvador de Dios. ¡Dios nos quiere junto a Sí en la felicidad eterna!
El apóstol San Pedro nos lo asegura categóricamente con su afirmación famosa: Dios quiere que todos los hombres se salven, y que lleguen al conocimiento de la verdad (1Timoteo 2,4)
Esta verdad es Jesucristo, salido del corazón de Dios y enviado por el Padre, porque, como dirá el Evangelio de Juan, Dios ha amado de tal manera al mundo que le ha entregado su Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna (Juan 3,16)
Y nos añadirá la Carta a los Hebreos que Jesús puede salvar perfectamente a todos los que por medio suyo se acercan a Dios, ya que vive siempre intercediendo por nosotros (Hebreos 7,25)
Pues, como termina San Pablo, es el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó en rescate por todos (1Timoteo 2,5-6)
Tales textos son de riqueza inmensa y ojalá no se nos caigan de los labios, no los olvide nunca nuestra mente, y los tenga siempre encerrados nuestro corazón.
Para entenderlos, lo primero que hay que tener en cuenta es nuestra confesión de la Divinidad de Jesucristo. Perece mentira, pero son muchos los que conocen a Jesucristo y, sin embargo, le niegan lo primero de todo: el que Jesucristo sea Dios.
Si no es Dios, ¿cómo puede ser El Salvador? Por mucha influencia que tuviera un hombre ante Dios, nunca ese hombre podría dar plena satisfacción a Dios ni pagar lo suficiente por los pecados de los hombres.
¿De dónde proviene entonces entre los cristianos esa desconfianza y esas dudas sobre la Divinidad de Jesucristo?… El Papa Juan Pablo II, al proponer la preparación doctrinal del Tercer Milenio, señalaba el peligro de considerar el anuncio de Jesucristo como un programa de bienestar socioeconómico.
Jesucristo quiere ciertamente el bienestar de todos los pueblos y es el primero en exigir la justicia, pues sin justicia nunca se podrá cumplir su gran mandamiento del amor.
Pero Jesucristo es algo más que un reformador social: Jesucristo es Dios.
Es el que estaba en el principio con Dios, y era Dios.
Es el que tomó carne humana, se hizo hombre, y, por lo mismo, Jesucristo es el Hombre-Dios.
No podemos separar a Jesús, el hombre nacido de María, del Hijo de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos.
Ahora, sí. Ahora, con esta doctrina bien clara, entendemos las palabras del apóstol San Pedro a los jefes de los judíos reunidos en asamblea: Ningún otro, fuera de Jesús, nos puede salvar. Porque no se nos ha dado ningún otro nombre bajo el cielo que pueda salvarnos (Hechos 4,12)
Sabiendo nosotros esto, y confesándolo con toda la energía de nuestro ser, nos cuesta muy poco hacernos nuestro —cada uno para su propia vida— el lema del Papa y de los Obispos para el Tercer Milenio:
– Jesucristo, único Salvador del mundo, ayer, hoy y siempre.
Nos basta Jesucristo, y con Jesucristo tenemos suficiente. Todos los demás que vengan como salvadores no nos interesan, porque no vienen en nombre de Dios.
Ni vienen en nombre de Dios los que nos presentan a Jesucristo, pero un Jesucristo deformado, configurado con sus propios caprichos. Nos predican —como decía Pablo a los de Galacia— un nuevo evangelio, falsificado, y no el anunciado por el mismo Jesús y confiado a su Iglesia.
Sabemos —y esto también es mucha verdad— que la salvación de Jesucristo alcanza a todos los hombres de buena voluntad, a los que buscan sinceramente a Dios, aunque no hayan oído el mensaje de la salvación por Jesucristo. Mientras buscan con pura conciencia a Dios y cumplen la ley de Dios escrita en sus corazones, Dios les hace llegar la salvación de Jesucristo por los medios que sólo Él conoce y tiene dispuestos en su divina providencia. ¡Qué bondad tan grande la de Dios, el que quiere que todos los hombres se salven, y por los que murió —por todos, sin excluir a ninguno— nuestro Señor Jesucristo!
Ahora reflexionamos y nos preguntamos: Y bien, puesto que nosotros creemos en Jesucristo, ¿cómo debemos vivirlo para que Jesús sea todo en nuestra vida? Y aquí viene lo del Evangelio: Si no os hacéis como niños… El aceptar a Jesucristo con sencillez, tenerlo como amigo, quererlo, decirle mil veces que le amamos, que vamos a trabajar por Él, que cumplimos todas nuestras obligaciones por amor a Él, eso, eso tan sencillo es vivir a Jesucristo de manera que no nos gana ni San Pablo, porque hacemos lo mismo que hacía San Pablo: Mi vivir es Cristo (Filipenses 1,21)
El Espíritu Santo, que guía a las almas y les inspira la oración, nos dio una lección soberana con una chiquilla de siete a nueve años: Jacinta, la niña de Fátima.
Hospitalizada y con grandes dolores, era un incendio de amor. Su vida no era sino amar a Jesucristo de la manera más simple, expresada por aquella criatura con estas palabras: ¡Me gusta tanto decir a Jesús que le amo! Cuando lo digo, muchas veces siento como que tengo fuego en el pecho, pero no me quema.
Y repetía entusiasmada, poco antes de irse al Cielo: ¡Me gustan tanto Nuestro Señor y Nuestra Señora! Nunca me canso de decirles que les amo.
Así queremos vivir nosotros el Evangelio. Así, como las almas más sencillas. Así queremos ser de Jesucristo, el único Salvador, con el que nosotros tenemos bastante…