¡Todo esto por mí!
6. enero 2025 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: JesucristoSanta Gema Galgani, esa Santa de nuestros días tan joven y tan querida, se dirigía al Señor con palabras que le hacían salir fuera de sí: ¿Qué has hecho a mi corazón, Jesús? ¿qué has hecho que se vuelve loco por Ti? ¡No puedo más! Necesito desahogarme, cantar, estar alegre. ¡Viva el Amor increado! ¡Viva el Corazón de Jesús!…
Esto, lo que decía Gema. Y Jesús le podía haber respondido: Tú lanzas ¡vivas! a mi Corazón. Y haces bien. Yo te invito a que mires mi Corazón y valores si puedes mi amor contigo y con todos. Mi apóstol Pablo te desafía a que midas la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del misterio de Cristo…, de las insondables riquezas de mi Corazón. Te hallas ante un imposible.
Nosotros sabemos que cuanto más pensamos en Jesucristo, más horizontes vastísimos descubrimos en su adorable Persona, más ininteligible nos parece su amor, y nos sentimos arrastrados hacia el que es ¡nuestro querido Jesús!…
Cuando el Concilio nos presenta lo que cada una de las Tres Divinas Personas de la Santísima Trinidad ha hecho por nuestra salvación, nosotros nos subimos inmediatamente al Dios Uno y Trino, invisible en el Cielo; pero al pensar en el Hijo, pronto pasamos de esa Segunda Persona de la Trinidad a nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre en el seno de María y hermano nuestro que nos merece y lleva a cabo la obra de la salvación.
Nosotros nos figuramos que tenemos veinticinco, cuarenta, sesenta años… Pero quizá contamos mal. Mejor dicho, contamos muy bien cuando miramos nuestros calendarios. Pero San Pablo nos enseña a contar de otra manera —es lo que hace también el Concilio— hace mirar al seno de Dios, y vemos que desde toda una eternidad estamos presentes ante sus ojos divinos.
Porque el Padre mira a su Hijo querido y nos ve a todos, uno por uno, vivientes en Jesucristo. Nos elige en Jesucristo, nos predestina a ser hijos suyos en su Hijo querido, y nos contempla como ya glorificados en su divina presencia. Y esto, nos dice San Pablo, antes de la creación del mundo, porque el Padre nos ha amado en Cristo Jesús desde toda la eternidad.
Nos dicen ahora los astrónomos que las estrellas tienen una edad media que oscila entre diez mil y dieciséis mil millones de años. Ya está bien la edad de las estrellas, ¿verdad?… Pues nosotros, cristianos elegidos en Cristo Jesús, somos algo más viejecitos que ellas…, aunque, por dicha, esa vejez nuestra es una juventud perenne, pues, al participar de la eternidad de Dios, somos más jóvenes que nadie…
Ya en el mundo Jesús, realiza la obra de la salvación con su vida entera, pero que se consuma con la pasión y la muerte en la cruz, donde paga por nuestros pecados, y, al resucitar, derrama en nuestros corazones su Espíritu Santo.
Cuando contemplamos a Jesús clavado en la cruz, parece como si por todo nuestro cuerpo se desatara una corriente de frío. ¿Es posible —nos decimos— que todo esto padeciera todo un Dios?… Muchos paganos de los comienzos de la Iglesia no lo creían. Cuando se les anunciaba un Dios crucificado, lo rechazaban sin más porque, para ellos, era imposible que un Dios se abajara tanto y se sometiera a dolor semejante.
Y los paganos de hoy piensan lo mismo, pero, cuando se les anuncia a Jesucristo, llevan su reflexión por otros caminos y se meten en su Corazón. Entonces lo entienden.
Como le pasó a aquel gran mandarín y General del Ejército nacionalista chino. Aún no estaba bautizado, y al visitar la Misión Católica, contempla el gran Santo Cristo colgado de la pared, y exclama conmovido el valiente militar: -¡Qué amor para con los hombres! (El General Shich Kuochu, Misión de Tunki)
Jesús había predicho el efecto inmediato de su pasión y de su cruz. Aunque para los judíos fuera un escándalo y para los paganos una necedad, el Señor se manifestaba verdaderamente optimista ante una inminente sentencia a muerte: Cuando yo sea levantado sobre la tierra, atraeré a todos a mí (Juan 12,32)
Y aquí estamos todos nosotros en torno a la Cruz de Jesucristo. Unos la odian. Otros la toman como signo de lucha y la aprietan en sus manos para llenarse de vigor. Los hombres que suspiran por un mundo mejor, ven que sólo en la Cruz y por la Cruz de este judío ajusticiado hace dos mil años, se rompen las barreras que separan los pueblos, pues comprueban cómo los cristianos se sienten estrechamente unidos en el Crucificado como hijos de Dios. Y todos miramos la Cruz como nuestra esperanza mayor: El Jesús que murió en este madero, ahora está resucitado y reina en el Cielo, donde nos espera a todos.
El Concilio, al hablarnos así de la obra del Hijo de Dios, nos recuerda que todo esto sigue hoy vivo y real en la Eucaristía, que actualiza hasta el fin del mundo en el Altar los misterios de nuestra Redención.
Y nos señala después a Jesucristo —así presente entre nosotros— como el imán irresistible de nuestras almas, pues por Él vivimos y hacia Él caminamos.
Jesucristo, ¿qué me estás haciendo en el corazón?, preguntaba la querida Santa, enamorada perdida del Señor. Nada, Jesús no hacía nada sino dejar que corrieran por su cuenta las leyes del corazón…
¿Cómo no nos va a amar Jesucristo, si desde antes de la creación del mundo lleva impresa nuestra imagen en su Corazón, y se la está señalando con el dedo a su Padre, mientras le dice: Ves a éste y a ésta? ¿Y miras, Padre, lo que yo hice por ellos? Son hijos tuyos en mí, el Hijo eterno tuyo. A estos hijos tuyos y hermanos míos los quiero aquí, aquí, en la misma gloria en que estoy yo, pues para esto me adelanté a prepararles un lugar…