El Resucitado en nosotros

27. enero 2025 | Por | Categoria: Jesucristo

Pocos pasajes de las cartas de San Pablo habrá tan profundos y sublimes como aquel en que nos describe el amor de Jesucristo. Con palabras arrebatadoras, les dice a los de Efeso: ¡Que Cristo habite en vuestros corazones por la fe! Así, bien enraizados y fundamentados en el amor, seréis capaces de comprender con todos los santos cuál es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad, y conoceréis el amor de Cristo que sobrepasa todo conocimiento, para veros colmados con toda la plenitud de Dios (Efesios 3,17)

¿Cómo es posible este amor de Jesucristo a nosotros y de nosotros a Jesucristo? Después de dos mil años que Jesucristo murió, ¿cómo es posible amar a un muerto? Aquí está el misterio. ¡Jesucristo no está muerto! ¡Jesucristo vive!
Y nosotros amamos a un resucitado, porque ese Resucitado es un Corazón viviente. El Jesucristo que nosotros amamos es el mismo Jesús del pesebre de Belén y del taller de Nazaret, el de los caminos de Galilea y el del Calvario. ¡Es el mismo!
Pero tiene una nueva vida, comprobada por los Apóstoles que lo contemplaron vivo y lo vieron subir al Cielo, y del cual recogieron estas palabras antes de perderlo definitivamente de vista: Con vosotros estoy hasta el final de los tiempos.

Con Jesús nos pasa igual que al hierro con el imán. Nos atrae de manera irresistible si tenemos la audacia de acercarnos a Él. Audacia, aunque nos veamos a distancia infinita de su grandeza. El gran obispo y orador francés decía que Jesús queda en relación con nosotros a una distancia infranqueable. Nosotros no nos atrevemos a medirnos con Él, ni a colocarnos al lado de este héroe (Bossuet).
Es cierto. Nosotros no nos atrevemos a subir hasta Jesús y a medirnos con Él, pero Él se ha dignado bajar hasta nosotros y ponerse a nuestra altura.

Entonces, entre Jesús y nosotros se puede establecer y se establece de hecho una corriente de amor que no se explica la ciencia humana. Una de esas almas místicas que Jesús se escoge para recordarnos y actualizarnos el Evangelio, nos cuenta lo que le pasó una vez. Se le aparece Jesús, y se entabla entre los dos este diálogo: -¿Cuánto me amas?
– ¡Señor! Yo no sé cuánto te amo, pero sí que sé cuánto te quiero amar. -¿Cuánto, dime? -Yo te quiero amar cuanto te ama tu misma Madre. -¿Cuánto, dices, que me quieres amar? -¡Jesús, te quiero amar tanto cuanto te ama tu mismo Eterno Padre!… (M. Josefa de Azcoitia)

Somos incapaces de entender este lenguaje, pero es una realidad que amamos a Jesús con el mismo amor de Dios, porque Dios ha derramado en nuestros corazones el Espíritu Santo con el cual amamos a Jesucristo.

Modernamente, se han dado en la Iglesia muchos casos de amor a Jesucristo especialmente en la clase obrera. Cuando las masas se alejaban más de Jesucristo, el Espíritu Santo hizo surgir entre los trabajadores cada vez más cantidad de corazones que han amado a Jesucristo con verdadera pasión.
Un empresario de materiales de construcción le invitaba cada día a Jesucristo, después de haberlo recibido en la Comunión: ¡Venga, Jesús! Vamos a trabajar todo el día juntos en la cantera.
Y aquella madre de familia, mientras arreglaba las camas y preparaba la cocina: ¿Jesús, cómo te amaba tu Madre en Nazaret? ¡Pues yo, por atrevida que me creas, no me dejo ganar por Ella! Y, asustada algo de sí misma, añadía con buen humor y mucho cariño: ¡Ay, Virgen María! ¿Verdad que no te enfadas por que le diga esto a Jesús?…

Este lenguaje lo entendemos mejor que el de los místicos, porque es más nuestro. Y lo podemos gastar con Jesús porque Él se digna ponerse a nuestro lado, echarnos la mano al hombro, alargarnos su ayuda en el trabajo y hasta convidarnos a un bocadillo para descansar, pues a esto llegamos nosotros con Jesús cuando nos acostumbramos a tratarlo con la familiaridad que Él busca y quiere.

San Pablo nos lo ha dicho: Cristo habita por la fe en vuestros corazones. Y si esto es así, Jesús no está dentro de nosotros de una manera pasiva y sin hacer nada. Está compartiendo en todo nuestra vida entera, nuestro trabajo, nuestra oración, nuestros amores limpios…, todo lo que en nosotros es digno de Dios.

El apóstol San Pablo llevaba este amor a Jesucristo hasta todos los extremos. Jesús se ha posesionado de nosotros, y el amor nuestro a Jesús se vuelve firme como el suyo a nosotros. Es corriente mutua. Por eso el Apóstol nos dice que nada —ni la espada con que nos quieran cortar el cuelo— es capaz de separarnos del amor a Jesucristo. Así lo respondió una Santa de la antigüedad, la jovencita Margarita de Antioquía, ante el tribunal que la juzga por cristiana: Mátame, si quieres; despedázame, quémame viva, arrójame a las fieras. Tú podrás hacerme morir, pero separarme del amor de Jesucristo, ¡jamás!

Al pensar, hablar y actuar así, no hacemos más que enlazar con los Apóstoles en la Resurrección de Jesús, que se une a los caminante de Emaús, que come con los discípulos a la orilla del lago, que le pregunta curioso a Pedro: ¿Me amas?…

El misterio de la Resurrección de Cristo se convierte para nosotros en algo vivencial. Aunque esté allá arriba sentado a la derecha del Padre…, Jesucristo sigue viviente y activo entre nosotros. Y este amor mutuo que nos tenemos —Él a nosotros y nosotros a Él— es una prueba de que Jesucristo es Dios y de que nos ha levantado a nosotros a la vida de Dios.
     Sin moverse de esa derecha del Padre, Jesús está presente y metido en millones de corazones en todas partes del mundo. ¿Sería esto posible si Jesús no hubiera resucitado? ¿Sería esto posible si Jesucristo no fuera Dios?… Y nosotros —¡qué suerte!— estamos metidos en esa vida y en ese amor que por su Espíritu nos comunica Jesús el Resucitado…

Comentarios cerrados