El derecho a ser optimistas

17. febrero 2012 | Por | Categoria: Reflexiones

Nos vienen ganas de preguntarnos: A ver, Jesucristo ¿fue optimista o pesimista? Y los Apóstoles, que siguieron tan de cerca los pasos de Jesús, ¿fueron pesimistas u optimistas? No se trata de sus personas —hablemos así—, sino de su misión. Jesucristo venía a salvar el mundo, y los Apóstoles se lanzaron a llevar al mundo la salvación traída por el querido Maestro. ¿Con qué espíritu actuaban? ¿Eran unos ilusionados o unos derrotistas? ¿Sabían que iban a la victoria o que paraban en el fracaso?…

Todas estas preguntas pueden ser muy legítimas. Porque nosotros nos encontramos en las mismas circunstancias que ellos. Somos conscientes de que Dios nos encomienda la salvación del mundo, y la Iglesia, por el Concilio, nos dijo que nosotros, los laicos, como miembros del Pueblo de Dios, tenemos la misión de hacer fermentar la masa desde dentro. Metidos en la vida de los hombres, hemos de hacer cambiar la mentalidad y las costumbres de la sociedad impregnándolas de Evangelio. Entonces, ¿debemos o no debemos ser optimistas ante lo que ven nuestros ojos?
Desde luego, que la respuesta se cae por su propio peso…

Jesucristo fue un optimista de primer orden. Basta recordar su palabra en la Ultima Cena: ¡Confiad, al mundo lo tengo yo vencido!
Los Apóstoles, igual que el Maestro. Sin desanimarse porque está todo por hacer, Pedro lanza la proclama el mismo día de Pentecostés: ¡A salvarse todos, librándose de esta generación perversa! Como si dijera: ¡A hacer entre todos un mundo nuevo!… A los Apóstoles les cuesta enfrentarse con las autoridades, que los azotan en la asamblea judía, y salen brincando de alegría porque han sido hallados dignos de padecer por el Nombre de Jesús.

Esta manera de hablar y de actuar no es de pesimistas, sino de quienes rebosan una esperanza invencible. Y aquí está la gran lección que nos dan a nosotros cuando queremos hacer algo por el mundo, o simplemente, cuando queremos discurrir sobre la situación tan problemática de nuestra sociedad.

Es cierto que nos enfrentamos con unos retos y unos desafíos aptos para poner a prueba al más soñador. Aunque no debemos equivocarnos en nuestros juicios. Como hoy los medios de comunicación social nos traen noticia de todos los acontecimientos dolorosos que nos turba —y se callan todo lo bueno porque no llama la atención—, podemos pensar que todo es malo y no hay nada qué hacer. Pero nos equivocaríamos al discurrir así. Ciertamente que queremos ser realistas, y aceptamos los males que nos aquejan.
No podemos aguantar el hambre que padecen tantos pobres en nuestros pueblos.
Nos desespera la injusticia social de que somos víctimas en nuestros ambientes.
Nos duele contemplar tanta marginación en muchas personas porque son de categorías que la sociedad rechaza o no acaba de aceptar generosamente.
Nos espanta el fantasma de la guerra que se proyecta sobre muchas naciones.
No aceptamos ninguna clase de esclavitud, ni en la mujer, ni en el niño, ni en el obrero mal pagado, ni en el que es de otra raza o de otro color.
Gritamos, y con todo derecho, contra esos imperios del dinero que nos explotan y nos cargan después con deudas externas impagables.
Todos esos males nos rebelan y nos hacen soñar en la verdadera liberación, que consiste en eliminar todas esas causas del malestar que nos aplasta.

Pero no pensemos que todo está perdido, o que no hay nada que hacer, o que no se hace nada. Al revés. Hoy se trabaja mucho y se consigue también mucho, aunque el bien cosechado no mete ningún ruido.
Hoy está muy vivo el ideal de hacer algo por los demás. Los jóvenes, sobre todo, nos dan ejemplos aleccionadores. Adivinan que la sociedad no se arregla con discursos, sino con acción personal meditada y programada. Como lo proponía aquella adolescente finlandesa con unas palabras que se airearon tanto en una concentración mundial de Jóvenes:

Si tu amigo tiene hambre o sed, dale tu parte.
Si no tiene quien le quiera, quiérelo.
Si no tiene casa y ropas, dale casa y ropas.
Si está solo, hazle compañía.
Si miente, hazle callar.
Si te necesita, escúchale.
Si ríe, ríe con él.
Si llora, llora con él.
Si está enfermo, ve a buscar ayuda.
Si tu amigo muere, no le olvides (La quinceañera finlandesa Paula Lagerstam)

No digamos que esto son sueños juveniles. Son realidades que se van metiendo en el mundo y van cambiando las maneras de pensar. Con muchos que discurren y actúan así, el mundo se transforma poco a poco, y, siempre con la frase de San Pablo, hacemos como Dios: donde abunda el mal viene a sobreabundar la gracia y el bien (Romanos 5,20)

Antes no se actuaba así; en la Iglesia éramos mucho más pasivos. Por eso tenemos el derecho de ser más optimistas que en otros tiempos. Volvemos a los Apóstoles, volvemos al mismo Jesús…

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