La historia de tres invitados…
9. noviembre 2023 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Oración¿Quieren saber ustedes si es verdad eso del Evangelio: que de los niños y de los que se hacen como ellos es el Reino de los Cielos?… Escuchen la historia, casi increíble, del Beato Bernardo de Morlás, un sacerdote francés, Prior de los Padres Dominicos de Santarem en Portugal…
El Padre era muy santo, y admitió en el convento como aspirantes a dos niños angelicales, hijos de rica familia, a los que enseñó a ayudar la Misa y a ser muy devotos de la Virgen del Rosario.
Cuando les entregaban en el convento la cestita con el desayuno, se iban a tomarlo a los pies de la estatua de la Virgen, que tenía en su regazo al Niño Jesús. Y un día, uno de los dos hermanitos le dice al Niño con toda inocencia:
– ¿Por qué no quieres desayunar con nosotros? Te damos de comer de lo nuestro, si es que te gusta.
Dicho y hecho, Jesusito que se arranca de los brazos de la Virgen y se pone a comer con sus dos amiguitos. Así un día y otro día, porque sus amiguitos le invitaban siempre.
Se entera del hecho el Padre Bernardo, que, muy prudente, empieza a sospechar que todo aquello podía ser un engaño y hasta una trampa del demonio. Se decide a intervenir, y encarga a los dos niños:
– ¿Por qué no le dicen al Niño Jesús que un día les invite Él? Ustedes invitan a Jesús cada día, que un día sea Jesús quien les invite a ustedes. ¿A ver si lo hace? ¡Ah! Y díganle que si me invita también a mí…
Al día siguiente, con la cestita del desayuno en la mano, le invitan de nuevo al Niño Jesús. Pero le transmiten el encargo recibido:
– Nos dice el Padre Bernardo que cuando nos vas a invitar Tú a nosotros, y a ver si lo querrás a él también.
El Niño Jesús sonríe maliciosillo, y les contesta:
– Digan al Padre Prior que dentro de tres días es la Ascensión. En el Cielo se celebra una gran fiesta, y los tres quedan invitados.
El Padre Bernardo era un santo, veía la inocencia de los dos niños, y se dio cuenta de que la cosa podía ir en serio. Pasó los tres días preparándose para lo que pudiera ocurrir. Hizo una confesión general de toda su vida. Confió todo a otro Padre, y el día de la Ascensión celebró la Santa Misa con un grandísimo fervor, ayudado por los dos angelicales monaguillos.
Aquel día, ninguno de los tres desayunó en la tierra, porque, acabada la Misa, se detienen a dar gracias por la Comunión, y los tres se quedaban dormidos en el Señor delante del altar. El desayuno lo fueron a tomar con Jesús en el Cielo…
Los tres son reconocidos como Beatos en la Orden de los Padres Dominicos, y nos dicen cuánta verdad sea aquello de Jesús:
– ¡Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios!
Con esta palabra última del Evangelio, Jesús nos pone en los labios el punto de nuestra reflexión para hoy. ¿Veremos realmente a Dios? ¿Y sabemos lo que esto significa?…
Ver a Dios, y sentirse abrazado por Él, de manera que ya no se le puede perder, es lo que constituye la felicidad eterna de lo que llamamos el Cielo.
No nos cabe en la cabeza lo que esto entraña. El Concilio nos lo dijo con unas palabras que son lo más acertado, aunque nos dejan por otra parte muy fríos, porque no nos explican nada: Allí quedarán satisfechos todos los anhelos del corazón.
Ni se querrá ni se podrá desear nada más. Engolfados en la misma felicidad de Dios, ¿qué más felicidad se podrá desear? Ninguna…
San Pablo lo ha querido expresar a su manera, y todo lo que nos dice es: no se puede comparar nada “con aquella gloria que un día se nos va a revelar” (Romanos 8,18). Y contándonos una experiencia mística que tuvo, nos dice que “oyó unas palabras tales, imposibles de expresar” (2Corntios 12,4)
Llega después Pablo a resumir todos los bienes de la redención, y dice con palabras de Isaías: “Ni el ojo vio, ni el oído escuchó, ni en mente humana pudo caber lo que Dios tiene preparado para aquellos que lo aman” (1Corintios 2,9)
San Juan resumirá todo este pensamiento de Pablo con sus palabras tan repetidas: “Somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que seremos. Cuando llegue el momento seremos semejantes a Dios, porque lo veremos tal como es Él” (1Juan 3,2)
Ahora nos contentamos con creer. Un día dichoso, desaparecida la fe, contemplaremos en éxtasis inenarrable y eterno lo que ahora creemos.
– Un famoso publicista francés, convertido y católico ferviente, dictó en el testamento este epitafio para su tumba: -Creí; ahora veo (Louis Veuillot).
– Y otro francés, no menos ilustre en el campo de la ciencia, dictó también su propio epitafio con solas estas palabras: -Finalmente, feliz (Ampere)
– Dante, el mayor poeta cristiano, describe en la Divina Comedia la visión de Dios con estas palabras famosas y profundas: -Luz del entendimiento, llena de amor, – amor del verdadero bien, colmado de alegría, – alegría y gozo que trasciende toda dulzura. En la vida, no nos queda más que trabajar y esperar.
A estas reflexiones nos ha llevado hoy la historia encantadora de dos niños angelicales y de un sacerdote dominico santo.
Como ellos, estamos invitados para ir a comer, y saciarnos hasta no poder más, de lo que cantaba Santo Tomás de Aquino, el más ilustre de los hijos del Padre Santo Domingo: “El pan de los ángeles se ha hecho pan de los hombres”.
Dios contemplado cara a cara es el único alimento de los ángeles. Y lo será también nuestro. Es el mismo que comieron en el altar, antes de dormirse, el Padre Bernardo y sus dos inocentes monaguillos…