Una contradicción… aparente
12. octubre 2023 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: OraciónLeo en una revista de Misiones el caso de un muchacho del África, y me viene muy bien para empezar el mensaje de hoy.
Se había bautizado hacía poco aquel muchacho de la selva, pero enfermaba no mucho después y estaba ya acostado en trance de muerte. Le visita el Misionero: – ¿Qué tal? ¿Cómo estás?
– ¡Oh, muy bien! ¡Qué suerte que me hiciste cristiano a tiempo!…
– Sí, tienes razón. Pero…, ¿ya sabes que te encuentras bastante malito, y a lo mejor el Señor se te quiere llevar? ¿Aceptarías los Sacramentos, por si acaso?
El muchacho se entusiasma: -Padre, si antes era el más valiente de la tribu, ¿puedo negarle algo a mi Salvador, ahora que soy cristiano? Desde que me bauticé hago todo lo que Jesús me pide, ¿y no le voy a dar ahora mi vida?…
El misionero que lo cuenta nos dice: -Yo no podía con mi emoción. ¿Cómo un hijo de la selva ha aprendido en tan poco tiempo la gran ciencia del sacrificio, sin perder la paz y la alegría de su alma?…
Aceptamos la idea del misionero: el sacrificio cristiano unido a la mayor paz, a la más grande alegría.
Son muchas las veces en nuestro programa hablamos del optimismo cristiano, de la alegría que llena nuestras almas, de la felicidad que esparcimos en torno nuestro. Cualquiera diría entonces que nuestra fe y nuestra religión son fáciles y que no conllevan ninguna exigencia.
Pero, no es así. En la vida cristiana se da una paradoja, un contrasentido, algo al parecer contradictorio: ¿Cómo es que los cristianos sabemos unir la alegría y el optimismo con la cruz de Jesucristo? ¿Cómo es que le hacemos caso a Jesucristo cuando nos dice que hay que ir por la senda estrecha y meterse por puerta angosta, y, sin embargo, somos felices con el sacrificio?
En la vida cristiana se repite continuamente la escena de los Apóstoles ante la asamblea de los judíos: son azotados los Doce, y salen del local dando brincos de alegría porque han sido hallados dignos de sufrir algo por el nombre del Señor Jesús (Hechos 5,40-41)
El espíritu de sacrificio, el negarse a sí mismo, el cumplir cada día con el deber costoso, el sufrir con resignación la enfermedad, el abrazarse con la cruz hasta la muerte… es lo más natural en la vida cristiana, y, sin embargo, todo eso que significa abnegación y renuncia está mezclado con la alegría más intensa.
Este es el significado de la cruz de Cristo. La vida está llena de sacrificio, hasta cuando más nos sonríe. Y entonces, o se mira al Crucifijo o viene la desesperación. O viene, al menos, el cansancio. O quizá la desilusión, porque vienen ganas de preguntarse: ¿Y todo esto, para qué?…
Jesucristo, al aceptar la cruz y dar la vida por salvar a todos, enseñó a la humanidad lo que es el valor del sacrificio, de la entrega, de dar incluso la vida por los demás, si llega el caso. Ponemos, por ejemplo, aquello que ocurrió en las famosas Reducciones jesuitas del Paraguay.
Tenían los misioneros la costumbre de ir en busca de los indios dispersos para reducirlos a la vida social en los poblados. Pero no solían ir solos por las llanuras, los bosques o las montañas, sino que llevaban consigo a algunos indios que ya habían recibido el Bautismo. En una de aquellas excursiones, uno de los acompañantes del Padre se da cuenta de la emboscada en que han caído. En la cresta de la montaña estaban apostados unos salvajes para asesinar al Padre. Y el indio recién bautizado da la señal de alarma:
– Vengan todos para aquí.
Se esconden en un recodo del camino, y ahora ordena al misionero:
– Padre, haga el favor de quitarse el manto y el sombrero.
– ¿Cómo? ¿Y para qué?…
– Quíteselos, y no pregunte para qué.
El Padre lo hace, el indio se los arrebata de la mano, se viste con ellos y salen todos de nuevo al camino. Al cabo de un momento, una nube de flechas venidas de la montaña acribillaba al indio generoso, confundido tan oportunamente con el misionero…
El espíritu de sacrificio de que hace gala el cristiano tiene un doble origen, o si queremos, se escapa hacia una doble vertiente: la perfección propia y la ayuda al hermano.
Para perfeccionarse a sí mismo, para ser cada día más santo, para agradar a Dios en cada momento, el cristiano mira a Jesucristo, que dice de Sí mismo: -Yo hago siempre lo que le agrada al Padre (Juan 8,29)
Y como a Dios le agrada el cumplimiento del deber y la aceptación generosa de los males de la vida, el cristiano realiza sus deberes con gozo sin omitir ninguna de sus obligaciones, por más que le cuesten.
Así es cómo se hace santo en la presencia de Dios.
La otra vertiente es la ayuda al hermano. Servir a los demás, cuesta. Hacer un servicio, supone muchas veces una gran entrega. Y eso se hace solamente por Jesucristo, a quien se adivina viviente en el hermano que nos necesita. El cristiano lo da todo por Jesucristo a quien ama, y los que más aman a Jesucristo son los que están siempre a la vanguardia del sacrificio.
Ocurrió el caso en Marruecos. Se estaba librando la batalla feroz, y el General se pone al frente de la tropa. Pero un nativo marroquí le grita al General: -Tú no poner delante. ¡Ser yo!… Se adelanta el moro, y le deja muerto al instante la bala destinada al General.
Un moro magnífico. Pero su gesto se repite por amor a Jesucristo cada día en la Iglesia. Por Jesucristo se hacen todos los sacrificios: para ser más santos, para ayudar siempre a los demás…
El cristiano, muy superior, es un maestro en ese arte divino de la contradicción: a más sacrificio, más alegría; a más alegría, más y mayor entrega. Lo que no entiende nadie, el cristiano lo sabe perfectamente…