Alegría y paz, hermanos…

28. septiembre 2023 | Por | Categoria: Oración

En medio de una noche cerrada, cansado de andar, encorvado, y perdido por los caminos, un peregrino daba en el muro de un convento franciscano en la soledad de los montes. Golpea la puerta, y oye que le preguntan en aquellas horas intempestivas: -Dígame, por favor, ¿qué busca a estas horas?
El forastero responde angustiado: -¡Pace!… Hermano, busco paz. ¡La paz!…
El religioso le conforta: -Aquí la va a encontrar. Pero diga, ¿quién es usted? ¿Cómo se llama?…
El desconocido da su nombre: -Me llamo Dante Alighieri…
Sí; era él: Dante, el mayor poeta que ha tenido el Cristianismo. El que comenzó la Divina Comedia con estos versos inmortales: En medio del camino de la vida – perdido me encontré en la selva oscura, – sin nadie que mis pasos orientara…

Preguntamos: ¿hablaba Dante por sí mismo, o hablaba por su boca toda la humanidad?… En una palabra del naciente italiano ―¡Pace!, ¡Paz!―, descubría lo más hondo de nuestros corazones, que no quieren más que paz, sosiego interior, tranquilidad, base de una alegría que nadie nos pueda arrebatar…

Una paz y una alegría la nuestra que radican en Jesucristo el resucitado, el cual, antes de ir a la muerte dijo a los apóstoles atemorizados: -Volveré, y vuestro alegría ya nadie os la podrá quitar. Confirmada esa alegría con la paz que les da por todo saludo en la primera aparición: -¡Paz a vosotros!… (Juan 16,22: 20,19). Una paz y una alegría que cantamos en nuestras asambleas con entusiasmo verdadero: -¡Alegría y paz, hermanos: el Señor resucitó!…

La paz y la alegría son patrimonio del cristiano que vive su fe y su esperanza en la gracia de Dios. Alegría y paz que no le sabe arrebatar nadie, ni los verdugos que van a ejecutar una sentencia inicua.
Como le ocurrió a aquella mujer formidable. Era en la Revolución Francesa. Entre sus hijos, había uno, jesuita, que se distinguía por su fama de sabio y santo. La Revolución quiere vengar en la madre el fastidio que le dan unos hijos tan notables dentro de la Iglesia.
Y la valiente mujer, ya delante del patíbulo, antes de que la guillotina le corte el cuello, le encarga serena a uno de sus guardianes: -Di a mis hijos que su vieja madre no ha temblado al subir al cadalso, ni ha perdido la paz de su alma.

¿Dónde se halla la causa de esta paz, de esta alegría? La misma mujer mártir daba la razón incuestionable: -No pierdo la paz, porque sé a dónde voy: ahora, al cadalso; pero de allí… ¡al Cielo!
No se trata de que el cristiano deje de padecer, porque el sufrimiento es patrimonio de toda la humanidad. Lo que le pasa al cristiano es que todo lo ve a través de las Llagas de Cristo:
– ¿Sufre? Pues, ¡a sufrir con Cristo en la cruz!
– ¿Mira las Llagas de Cristo gloriosas? Pues, ¡a alegrarse sea dicho! Porque esa dicha es la que les espera a los que han tenido la gallardía de estar con Cristo en la cruz…
El Papa San Gregorio Magno nos cuenta la historia de un pordiosero de aquellos tiempos suyos, en la Roma del siglo séptimo. Le llamaban todos “el santo mendigo Sérvulo”. Paralítico desde niño, era llevado cada día a las puertas de una de las iglesias más veneradas, y allí, la gente le preguntaba:
– Sérvulo, ¿y qué hay hoy?…
– ¿Hoy?… Nada especial. Aquí estoy esperando su generosidad. ¿Me darán mucho, verdad?… ¡Miren cuántos pobres vienen a mí!
Y, sí. La gente le daba generosamente a Sérvulo, porque conocían el secreto de aquel pordiosero tan rico. De todo lo que le daban, no paraba una moneda ni un trozo de pan en su canastilla, porque apenas disponía de algo, comía lo suficiente y lo demás lo repartía a los otros pobres, que se acercaban a aquel corazón tan generoso seguros de una buena ayuda.
El pordiosero paralítico daba limosna a los mendigos, pero, sobre todo, les daba a todos paz, ¡paz que le nacía de dentro, paz que le salía por los ojos, paz que se dibujaba en una sonrisa celestial!…

La paz del alma es un regalo del Espíritu Santo, como lo decía en súplica tierna San Agustín al sentir la mano cariñosa de Dios:
– Me tocaste, y yo empecé a arder en nostalgia de tu paz.
Así lo sentía también, en medio de la aterradora soledad de la cárcel, un célebre religioso de la Orden de San Agustín, y lo confiesa él mismo:
– Cinco años en las tinieblas de un calabozo. Tal reposo y tanta alegría disfrutaba entonces, que muchas veces las echo de menos ahora que he recobrado la libertad (Fray Luis de León)

La paz interior, la alegría serena, la confianza inconmovible, son patrimonio del alma cristiana.
Porque sabe que Dios está cerca.
Porque sabe que el Resucitado sigue proclamando y dando la paz.
Porque sabe que todo lo que puede perturbarle la paz en el mundo y quitarle la alegría no es sino mal pasajero, mientras que nadie le podrá quitar la dicha que le espera.

Este es el milagro de la fe. Cuando cantamos el ¡Alegría y paz, hermanos!, no decimos ninguna mentira. Proclamamos a todos, como un testimonio, lo que llevamos dentro y hace feliz nuestra vida. Tenemos la paz, aquella paz que buscaba perdido en la noche el poeta de la Divina Comedia…
San Juan Crisóstomo, uno de los mayores Santos de la antigüedad cristiana, y perseguido siempre, nos lo dice con voz triunfante: -La alegría en Dios es la única que no se nos puede arrebatar. Las demás alegrías son variables y pasajeras; pero el que se alegra en Dios, se abreva en el mismo manantial de la alegría verdadera. Esto lo decía un buen experimentado. ¿Valen sus palabras?…

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