Domingo y Catalina
28. marzo 2024 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: OraciónHoy los católicos hemos adquirido conciencia de nuestra responsabilidad en la Iglesia. Porque ¡Iglesia soy yo! —decimos en la canción— y no sólo el Papa, el Obispo, el cura y la monja… Nos toca lo mismo a nosotros que a ellos el trabajar por la Iglesia: a ellos en su puesto y a nosotros en el nuestro.
De ahí que la idea del apostolado se haya metido tan hondo dentro de nuestro ser de cristianos católicos. Antes —y no hablamos de muchos años atrás— al cristiano lo catalogábamos entre los buenos si no faltaba nunca a Misa, si era de Comunión diaria, y si rezaba mucho. Hoy esa idea va quedándose muy atrás. Sin desdeñar para nada esa piedad que tanto honra y santifica a una persona, hoy valoramos mucho más al católico que, junto a esa piedad, sabe darse en la Iglesia al apostolado para llevar muchas almas a Cristo.
Pensando en esta idea, y ante la realidad de que muchos entre nosotros son apóstoles laicos muy beneméritos de la Iglesia, me vienen a la mente unas palabras que leí en la vida de dos grandes santos y apóstoles: el uno, sacerdote, Domingo de Guzmán; la otra, seglar y terciaria dominica, Catalina de Siena.
Del primero, se dijo:
– No hablaba sino con Dios o de Dios.
Y de la segunda se afirmó algo bellísimo:
– Nadie se acercó a ella que no saliera convertido en mejor.
Nosotros, que sentimos el ansia de hacer algo por Jesucristo, por la Iglesia, por los hombres, nos hacemos ahora, en voz alta, unas reflexiones que resumen todo lo que debe ser, hacer y conseguir el que se precia de ser apóstol seglar.
Ante todo, el apóstol, como Domingo, está siempre hablando con Dios. Es decir, es una persona de oración.
Tiene que estar en continua comunicación con Dios. Apóstol que no ora mucho, no amará mucho. Y sin mucho amor, su palabra se convierte, como dice San Pablo, en una campana que suena o unos platillos que aturden.
Después de haber hablado mucho con Dios en la oración, el apóstol, también como Domingo, sabe hablar siempre de Dios. Hablamos siempre de lo que llevamos en el corazón. Y si llevamos a Dios, a Jesucristo, a la Virgen María, a la Iglesia, al Cielo en el cual ya vivimos por la esperanza firme, hablaremos de todas estas realidades con un ardor que convencerá a todos.
Finalmente, ¿qué conseguiremos con esa nuestra palabra ardiente y convencida? Si nuestra vida, como es de suponer, está en consonancia con lo que decimos y anunciamos, el resultado no será otro que eso que se dice, como un elogio máximo, de Catalina de Siena, muerta muy joven y hoy Doctora de la Iglesia: toda persona que se acerque a nosotros, saldrá mejorada en su fe, en sus criterios, en su conducta, en toda su manera de ser y de actuar…
Abundan en nuestra Iglesia cada vez más, gracias a Dios, los apóstoles laicos. Por eso nos hacemos ahora esta reflexión. ¿Queremos ser apóstoles, con sentido de responsabilidad propia, aunque unidos siempre con nuestros Pastores, los Obispos y Sacerdotes? Hacemos tres cosas bien sencillas, pero muy grandes.
* Oramos. La plegaria no se nos cae de los labios, ni el amor se apaga en el corazón. La oración es el apostolado más importante, y que ejerce como nadie a lo mejor un enfermo, que no se mueve de su cama o de su silla de ruedas.
Ejerce este apostolado cualquier persona que siente el aguijón de la salvación de sus hermanos, no quiere que ninguno se pierda, y emplea el arma más poderosa para conseguir esa salvación, como es la plegaria constante
* Hablamos, además de orar. Y lo hacemos con ardor, con fuego de Pentecostés en nuestros labios. Comunicamos el amor de Jesucristo a cualquiera que nos escucha. A veces nos parecerá que no hacemos nada, pero la palabra salida de nuestros labios penetra muy hondamente en las almas.
* Y damos testimonio finalmente del Resucitado, que por medio nuestro hace avanzar el Reino. La vida del apóstol es la vida más fecunda que existe en la tierra. Sólo en el más allá, cuando se haya consumado el Reino en la Gloria, sabremos las maravillas que Dios obró por medio nuestro.
Hoy los laicos sentimos el celo por la gloria de Dios, por la extensión del Reino, por la salvación de los hermanos.
Vivimos el ideal de Pedro Claver, que vendrá a nuestras tierras americanas como apóstol valiente de los esclavos traídos del Africa, y que había escrito con su propia sangre, cuando aún no contaba más que veintidós años:
– Yo quiero trabajar toda mi vida por las almas de mis hermanos, salvarlas y morir por ellas.
Los que tenemos la conciencia del deber del apostolado, tenemos también la convicción de que Cristo no se deja vencer en generosidad. Y sabemos lo de Pablo a sus colaboradores de la Iglesia de Filipos:
– Sus nombres están escritos en el libro de la vida. (Filipenses 4, 3)
Nuestro nombre, el mío y el de usted, porque trabajamos por la Iglesia, ¿está de veras escrito allá arriba, más allá de las estrellas?…