La historia de un chino
21. diciembre 2023 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Oración¿Ha pasado en la Iglesia aquel ideal —tan vivo sobre todo en los dos últimos siglos, el diecinueve y el veinte—―de trabajar por las Misiones?…
Cualquier niño y cualquier niña bien formaditos, soñaban en las Misiones.
Los muchachos seminaristas y las religiosas jóvenes cifraban su gran ilusión en ser destinados a las Misiones.
En las familias cristianas, rezar por las Misiones, hacer algunos ahorros para la Misiones, era lo más normal que contemplaban nuestros ojos.
Y todo esto, ¿a qué obedecía? Todo se hacía por la ilusión de llevar al Cielo las almas de los que aún no conocían a Jesucristo. Había que llevarles la salvación por el Bautismo, incorporándolos a la Iglesia, conforme a la voluntad del mismo Jesús.
¿Han cambiado hoy las cosas? No, aunque las planteamos de otra manera. Hoy pensamos en la dilatación del Reino, por el cual trabajamos denodadamente hasta que abarque el mundo entero. Y lo de la salvación de las almas lo ponemos en la mano de Dios, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1Timoteo 2,4)
Pero, este pensar en el Reino de Dios, en el Reino de Jesucristo, en la Iglesia que encarna el Reino, ¿puede privarnos de pensar y de querer la salvación de cada persona en particular? ¿Podemos seguir soñando en ser instrumentos de Dios para abrir las puertas del Cielo a quienes no conocen a Jesucristo?
Ocurrió el caso en el Hospital Misional de Hongkong, cuando la China era el país más soñado como tierra de misión. Llega la nueva Hermana a su puesto, y se dirige al lecho donde yace un hombre viejo, ciego y pobre a más no poder, admitido en el asilo sin tener un centavo: -¿Buenos días, abuelito?
El pobre hombre se emociona, porque era la primera vez después de muchos años que le hablaban con cariño. -¿Quién me habla?
La misionera, casi en luna de miel después de los dos años que ha pasado aprendiendo la endiablada lengua china, pone toda el alma en cada palabra:
– Una hermana tuya que te ama. Además, voy a cuidar de ti, y me voy a preocupar por tu alma para que vayas a la felicidad eterna.
El buen hombre no sabía nada de nuestra religión, pero sabía lo que significaba eso de “eterna”: una cosa que acaba nunca. Así, que pregunta:
– ¿Eterna, dices? ¿Una felicidad eterna? ¿Y yo también puedo alcanzarla?…
La Hermana le va explicando mientras le cura. Y aunque el viejo se convence de la verdad, a los pocos días estaba temblando:
– Lo siento en el corazón. Eso es mucha verdad. Pero eso no es para mí, porque yo he pasado la vida adorando al diablo. Hermana, ¡qué hermosa es tu religión y qué felices deben ser los cristianos que saben estas cosas!
La misionera toma la cosa con paciencia, y un día y otro va avanzando en su explicación de la doctrina católica. Cuando ya lo ve más dispuesto, le dice al viejito:
– ¿Por qué no te haces cristiano? ¿Por qué no recibes el Bautismo?
Y él, casi llorando:
– No puedo. Pobre, viejo, ciego, feo y sucio, yo no puedo comparecer ante el Dios eterno que adoran los cristianos.
No hace falta seguir. La Hermana le disipa sus dudas y calma sus inquietudes. El viejito se hacía bautizar, para morir a los pocos días. La misionera, feliz, comunicaba a los suyos de Europa la gran noticia:
– ¡Creo que he llevado la primera alma hasta la puerta del Cielo!…
¿Cuál es el mejor regalo que podemos hacer los que tenemos fe? No pensemos en otro semejante a éste: comunicar esa fe a los que no la tienen, sin guardarla celosamente para nosotros.
Es también un demostrar a Dios nuestro mayor agradecimiento por el don incomparable que a nosotros nos hizo apenas nacer.
Al tener esa fe y esa esperanza en la vida eterna —fe y esperanza que nosotros mamamos con la leche de nuestras madres cristianas— no caemos en la cuenta de lo felices que pasamos la vida, atisbando un final del todo dichoso. Pero esta suerte no la tienen los que no conocen a Cristo. Por lo mismo, ¿puede pasar de moda la ilusión de trabajar para que el Evangelio llegue a todas partes?…
El deber misional que pesa sobre toda la Iglesia nosotros lo asumimos con verdadero sentido de responsabilidad.
Si tendemos la vista al Asia, solamente al Asia, vemos varios miles de millones de personas en la India, China, Japón, Corea, Indochina… que no conocen para nada a Jesucristo. Y, sin embargo, nos gritan, como el macedonio a Pablo:
-¡Ven, y ayúdanos! (Hechos 16.9)
Por eso, cuando los Pastores de la Iglesia nos tienden la mano para ayudar a las Obras Misionales, nosotros respondemos con generosidad.
Respondemos con generosidad, sobre todo, haciendo llegar a todas partes nuestra ferviente oración, que no se pierde nunca, y fue el encargo primero que Jesús hizo a sus apóstoles antes de mandarlos a esparcir la Buena Nueva: -La mies es mucha, y son muy pocos los obreros. Rogad por lo tanto al Dios de la mies que envíe trabajadores a su campo (Mateo 9.36-37)
Nos ilusiona trabajar por las Misiones. Cuando lo hacemos, vamos preparando el terreno para que sea una realidad lo anunciado por el profeta:
– Desde el Oriente al Occidente es grande mi nombre entre todas las naciones, y en todo lugar se me ofrece una hostia pura (Malaquías 1,11).
Y al hacerlo, hacemos también como la misionera: más de un alma llevamos hasta la puerta del Cielo…