El amor a Jesucristo
6. julio 2023 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: OraciónCuando la Alemania nazi era la dueña de Europa en la Segunda Guerra Mundial, y todo el mundo temblaba ante su terrible dictador, un sacerdote, confinado en el campo de concentración, oye cómo gritan continuamente a su lado:
– ¡Viva Hitler, el Führer de Alemania!
Pero él confiesa sin miedo alguno, antes de morir mártir:
– ¡Mi único Führer es Jesucristo! (Bernard Lichtenberg, en Dachau)
Esto es lo que profesaron todos los cristianos desde las persecuciones en el Imperio Romano; lo que han confesado todos los mártires de nuestros días; lo que seguirán repitiendo los confesores de la fe hasta el final de los siglos. ¡Jesucristo, Jesucristo, y sólo Jesucristo!…
¿Por qué? Porque todos ellos viven el amor de Jesucristo tal como nos lo ha revelado Dios por San Pablo, que es el gran maestro del amor a Jesucristo: el de Jesucristo a nosotros y el nuestro a Jesucristo.
Nadie como Pablo nos ha enseñado la mística de este amor de Jesucristo el Señor.
Y al vivir a Jesucristo con esa mística, no se admite otro guía, otro líder fuera de Jesucristo.
Es imposible traer aquí todos los textos de Pablo sobre Jesucristo, cuando en sus trece cartas lo cita más de seiscientas veces bajo las denominaciones de Jesús, Cristo, Jesucristo, el Señor… Pero sí que podemos seleccionar unos cuantos, que son como eslogans que condensan todo su pensamiento y encierran el sentir de su corazón inmenso.
Para Pablo, como escribe a los de Colosas, Jesucristo tiene la primacía en todo (Colosenses 1,17), de manera que no podemos pensar ni imaginar a nadie delante ni por encima de Jesucristo. En la mente de Dios, Jesucristo es el líder indiscutible e insustituible. Otro que se le pusiera delante, le quitaría el primado, echaría por tierra el proyecto de Dios, y esto es inadmisible del todo.
Por lo mismo, en nuestra vocación, en el proyecto de vida nuestro, como dice Pablo a los de Corinto, no podemos soñar en poner otro fundamento que aquel que ya ha sido puesto, Cristo Jesús (1Corintios 3,11). Edificar sobre otro terreno y con diferente material, es la equivocación más soberana. La ciudad de Dios —la Iglesia en la Tierra y la Iglesia glorificada, que es la Jerusalén celestial—, solamente subsiste sobre Jesucristo.
Y Jesucristo no es una roca muerta, sobre la cual se amontonen los creyentes. Es Alguien vivo y viviente, que se mete audazmente en el pecho de los bautizados, de manera que por la fe Cristo habita en nuestros corazones (Efesios 3,17), como dice Pablo a los de Éfeso, de manera que el cristiano se convierte, como el mártir San Ignacio de Antioquía, en un “cristóforo”, en un portador de Cristo, en una custodia que lo muestra vivo, presente y actual a toda la gente con que ha de tratar.
Jesucristo así, para nosotros como para Pablo, se ha convertido en la vida nuestra, de modo que repetimos como Pablo a los de Filipos: ¡Mi vivir es Cristo! (Filipenses 1,21). Y así, no respiro más que Cristo, no pienso sino Cristo, no amo sino a Cristo y con Cristo, porque Cristo es el que llena todo mi ser.
Pablo avanza entonces en su audacia, y dice a los de Galacia: Vivo yo, pero es que ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí (Gálatas 2,20). Tan celosos que somos nosotros de nuestra personalidad, y Pablo se la juega y la vende a Jesucristo, de modo que sea Cristo quien sustituya a Pablo…
Y Jesucristo, precisamente, “Crucificado”, dice a los mismos Gálatas (2,19; 6,14 y 17) de modo que el mundo no tenga que ver nada con Pablo, ni a Pablo le importe ya nada del mundo: Estoy crucificado con Cristo…, porque llevo en mi cuerpo las llagas de Jesús…; así, ¡lejos de mí gloriarme sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!, por el cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo.
Pensando así de Jesucristo, se entiende aquel su grito formidable a los Romanos: ¿Quién nos separará del amor de Jesucristo?… Ni el hambre, ni la desnudez, ni la espada, ni criatura alguna podrá arrancarnos del amor de Dios que tenemos en Cristo Jesús (Romanos 8, 35-39)
Al final, no nos extraña para nada la simpatía enorme que muestra al acabar la carta a los de Corinto, con aquella maldición tan llena de intención y de gracejo: Y si alguno no ama al Señor Jesucristo,¡ que sea maldito! (1Corintios 16,22)
¿Quién es Jesucristo, entonces, según la mente de Pablo? Un discípulo suyo, que escribió la carta a los Hebreos, lo expresó de manara lapidaria: Jesucristo es el mismo ayer, hoy, y siempre (Hebreos 13,8)
La piedad del cristiano podrá tomar muchas formas, buenas, válidas todas. Pero jamás sustituirá ninguna al amor apasionado a la Persona adorada de Jesucristo. En nuestros días, nos lo ha dicho con palabras y gestos —y no ante las balas, sino en el quehacer de cada día— la tan querida Madre Teresa de Calcuta:
– Jesús es mi Dios; Jesús es mi Esposo; Jesús es mi Vida; Jesús es mi Amor; Jesús es mi todo en todo; Jesús es todo para mí. Jesús, lo amo con todo el corazón. Todo le he dado a Él, incluso mis pecados, y Él me ha escogido como su Esposa, con ternura y amor. Ahora y para siempre, yo soy toda de mi Esposo Crucificado.
¿Firmaría Pablo estas palabras de la Madre Teresa?… Las firmó con anticipación hace ya muchos siglos, como que fue Pablo quien nos dio la pauta para saber pensar quién es Jesucristo y lo que significa para nosotros su amor.
Los únicos que hacen algo grande en el mundo son los que tienen una mística. Y no hay mística como el amor apasionado a Jesucristo ni que tantos héroes produzca, igual en un campo de concentración, como en la rutina de la vida diaria…