Fuentes bíblicas de la piedad

8. junio 2023 | Por | Categoria: Oración

El último capítulo del Apocalipsis (22,1-5), en sus primeras palabras, va a ser hoy el guía de nuestro mensaje. ¿Qué ve Juan en la Jerusalén celestial, la morada eterna de todos los elegidos? Le escuchamos:
“Me mostró el ángel un río de agua viva transparente como el cristal, que salía del trono de Dios y del Cordero… En medio había un árbol de vida, que daba doce cosechas, una cada mes, cuyas hojas servían de medicina a las naciones… Ya no habrá noche; no necesitarán luz de lámpara ni luz del sol; el Señor Dios alumbrará a sus moradores, que reinarán por los siglos de los siglos”.

Eso que ve Juan para la Iglesia glorificada al final de los tiempos, no es más que la consumación de lo que la Iglesia ha vivido en su largo peregrinar.
Se ha guiado día y noche por el esplendor de la fe, única luz que dimana de Dios y de Jesucristo.
Se ha alimentado de los frutos exquisitos del árbol de la vida, y se ha curado con él de todos los males.
Se ha dejado regar continuamente por el agua de la Gracia, y ha apagado su sed en una fuente y un río que no se agotan jamás.   

Dios nos dice lo que quiere ser por Jesucristo para nosotros: Luz radiante, comida nutritiva y sabrosa, bebida refrescante y embriagadora. El Dios vivo quiere ser nuestra vida, y nos da los elementos necesarios para esa vida divina suya en nosotros. Acá abajo, silenciosamente, de modo oculto, con pequeñas dosis, gustadas poco a poco. Y allá arriba, sin velos y en una plenitud que no podemos ni imaginar.

Miramos una de las imágenes del Apocalipsis. ¿Sabemos lo que es la luz para la vida? Su esplendor y su calor son necesarios del todo. Suprimidos, la vida no existe y no hay más que muerte.
La verdad de Dios es para nosotros como la claridad de la luz. El amor de Dios —el de Dios a nosotros y el nuestro a Dios—, es para nosotros como el calor de la luz. Sin la fe y sin el amor, nuestra mente y nuestro corazón serían la encarnación de la muerte. Pero con fe y con amor, somos luz de la Luz, amor del Amor, que iluminamos y encendemos el mundo.

– ¿Qué dices?, le preguntaban a la madre del que sería después un gigante de la santidad, Domingo de Guzmán. Dinos, ¿qué es eso de que has dado a luz un cachorro que, con una tea encendida en la boca, recorría los campos y las ciudades, iluminándolo todo y pegando fuego por todas partes?…
Eso es lo que le mostró Dios a aquella santa mujer, cuando estaba para dar a luz, viva imagen de lo que es el alma cristiana iluminada por la fe y encendida en el amor. Arde, y hace arder a todos.

Pasamos a otra imagen del Apocalipsis. ¿Sabemos lo que son el árbol y las otras plantas para la vida? Suprimamos de la tierra los árboles y las plantas —como lo está haciendo tan irresponsablemente la deforestación incontrolada de muchas multinacionales—, y veremos lo que pasa al final: escasez de lluvias, cosechas perdidas, animales muertos, hambre en muchos pueblos.

El árbol, desde el paraíso, ha sido un símbolo de la vida. Para nosotros, los Sacramentos son el árbol de la vida; la Eucaristía, especialmente, nos alimenta; la Reconciliación, de modo particular, es la planta medicinal que nos cura de todos los males del alma. Árboles que en la Iglesia no dan doce cosechas anuales; dan sólo una cosecha, pero interrumpida durante los doce meses del año.

Un campesino trabajaba su tierra con verdadera pasión, más que con paciencia de santo, ¡y era un santo de verdad! Al visitante norteamericano que va en busca de novedades, le dice con sencillez y gracejo: -Con todos los miles que usted lleva en su bolsillo no me gana a felicidad. En la mesa, como lo que trabajan mis manos; y después me lleno hasta reventar con la comida de Dios, que, para un católico, ya sabe usted cuál es, una vez que el trigo de mis campos se ha convertido en lo que dice Jesús…

Y contemplamos, como desde la altura del monte, la otra imagen del Apocalipsis, el río caudaloso del agua de Dios. La vida —nos dice la ciencia— ha brotado del agua. Donde hay agua se da la vida, y donde no hay agua es inútil querer buscar vida alguna. Sin agua, todo en la tierra sería desierto, estepa, parajes inhóspitos, donde no crecería una hierbecilla, donde no cantaría un pajarito, donde no habitaría jamás un hombre. Por el contrario, donde hay agua abundante allí estalla vida con exuberancia incontenible.

El agua de Dios es para nosotros su Palabra, su Gracia, el Espíritu Santo, que al derramarse en nosotros hace que de nosotros broten ríos de agua viva (Juan 7,38). Quien bebe del agua de Cristo no tiene más sed, le decía el mismo Jesús a la samaritana, porque el agua que Él da se convierte para el que la bebe en un surtidor que salta hasta la vida eterna (Juan 4, 14). Por algo Jesús nos proclama a gritos: – “Quien tenga sed, que venga a mí, y beba ” (Juan 7,38)

Un excursionista empedernido caminaba siempre escalando nuevas montañas y recorriendo desiertos pavorosamente solitarios. Era un católico muy ferviente, y confesaba: – ¡Cuántas veces me abrasa la sed! Pero, afortunadamente, nunca me falta el agua mejor. Me abrevo en el costado de Cristo, ¡y hay que ver cómo se recobran las fuerzas para seguir caminando!

Fe y amor, ¡qué fuente de energía!… Sacramentos, con la Eucaristía en el centro, ¡qué alimento, cargado de vitaminas y proteína celestiales!… La Palabra, la Gracia, el Espíritu Santo convertido en manantial dentro de nuestras entrañas, ¡qué venero y qué avenidas de agua viva!
Nuestra piedad cristiana podrá vivir de muchas cosas. Pero Dios nos propone las mejores, para todos los que quieran hacer la prueba. ¡Hay que ver cómo podemos pregustar ya en esta vida las delicias que nos esperan al final!

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