En la intimidad con Jesús
15. junio 2023 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: OraciónSe cuenta muchas veces aquello de nuestra gran Teresa de Ávila. Caminaba la Santa por el claustro de su convento, ensimismada como siempre en su oración o pensando en tantas obras como proyectaba para la gloria de Dios, cuando ve corretear a un niño travieso y encantador, que se le planta delante y le pregunta con todo desparpajo: -Y tú, monja, ¿cómo te llamas? Teresa, algo sorprendida del intruso visitante: -¿Yo?… Teresa de Jesús. Y el chiquillo vivaracho, con sonrisa maliciosa: -Pues, yo… Jesús de Teresa. El niño aquel desapareció…
En medio de su sencillez arrebatadora, esta anécdota encierra toda la mística cristiana, encerrada en esta proposición: Jesús es todo mío. Y yo, enteramente de Jesús.
No es esta afirmación un caramelo dulzón, algo que se ha inventado algún temperamento muy sentimental. No. Porque es la quintaesencia de la doctrina de San Pablo y de San Juan, lo más subido de la Biblia, la vivencia cotidiana de cualquier bautizado fiel a la Gracia.
¿Queremos seguir el proceso de nuestra divinización y de nuestra unión estrecha con Jesús, que llega hasta la intimidad más profunda?
Con Juan al principio de su Evangelio, nos remontamos a la eternidad de Dios. Allí, en el seno del Padre, estaba el Hijo, que era Dios como el Padre.
Un día el Hijo toma carne, nuestra naturaleza, en el seno de María, y Dios se hace Hombre y el hombre se hace Dios. ¡Jesús es Dios!
El que era Hijo Unigénito de Dios, porque Dios no tenía más que un Hijo, ahora se convierte en Primogénito, porque tiene consigo una multitud de hermanos, nos dice San Pablo (Romanos 8,29)
Al ser hermanos de Jesús, corre por nuestras venas la misma sangre de Jesús, es decir, tenemos su misma vida divina, de la cual nos hace participantes: “Como los hijos tienen en común la carne y la sangre, también Jesús las ha compartido con nosotros”, nos dice la Carta a los Hebreos, al haberle dado también nosotros a Él por María nuestra carne y sangre (Hebreos 2,14)
Ahora vendrá la gran consecuencia de Pablo: “Mi vivir es Cristo” (Filipenses 1,21), “porque ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gálatas 2,20)
Esto es lo mismo que había expresado Jesús, como vemos en el Evangelio de Juan, con la comparación de la rama y el tronco de la planta: “Yo soy la vid, y vosotros los sarmientos. El que permanece unido a mí, como yo estoy unido a él, produce mucho fruto” (Juan 15,5)
Ya tenemos aquí todo el secreto de la santidad. Dios Padre que se la comunica toda a su Hijo Divino; el Hijo de Dios que la pasa a su Humanidad, “porque en Jesús habita toda la plenitud de la divinidad” (Colosenses 2,9), y Jesús que nos la pasa a nosotros por su Gracia.
¡Hay que ver lo sublime que es todo esto!
Quien lo vive —y todos lo tenemos que vivir, porque Dios nos lo infundió en el Bautismo— llega por Jesús y con Jesús a los mayores heroísmos, nacidos de la intimidad que tiene con el Señor.
Aquella gran convertida había de ser sometida a una delicada y muy dolorosa operación de los ojos. La paciente rehusa la anestesia, y lo quiere sufrir todo con valentía. Crispadas las manos, se las aprieta sobre el corazón, y exclama: ¡Contigo, Jesús; juntos los dos! (Eva Lavallière)
O como el obrero renegrido en la mina de carbón, a un compañero que le pregunta si piensa en Jesucristo: – ¿Qué si pienso en Jesucristo? ¿Te figuras tú que si no fuera por Él resistiría yo en este infierno? Jesucristo, tenlo presente, es el único por quien me juego yo la vida.
¡No!, repetimos. No es imaginación ni suposición nuestra eso de que “Jesús es todo mío, y yo enteramente de Jesús”. Quien no lo pudiera decir, vendría a asegurar que no es de Cristo, que no posee su vida, que no se encamina para el Cielo. San Agustín, siguiendo la comparación del sarmiento y la vid, de las ramas verdes unidas al tronco o las ramas secas que se han desprendido, dice valientemente al cristiano: -Tienes que estar o en la vid o en el fuego. Para no ser quemado, debes estar unido a la vid.
San Ambrosio, que fue el gran Maestro de Agustín, nos lo dice todo en forma positiva con palabras muy bellas: -Cristo es un sello, que llevamos en la frente para confesarlo siempre; lo llevamos en el corazón, para amarlo sin cesar; lo llevamos en el brazo, para hacer lo que Jesús quiere.
Por cierto, que esta última palabra de Ambrosio: “hacer” lo que quiere Jesús, tuvo un día una comprobación magnífica en lo que el mismo Jesús dijo de Santa Gertrudis a su confidente Santa Matilde:
– Gertrudis se ha unido tan fuertemente a mí, y yo la he unido tanto a mi Corazón, que forma una sola alma conmigo. Vive de manera que depende por completo de mi voluntad. Si uno le dice sólo de pensamiento a la mano: haz esto, la mano lo hace; si le dice al ojo: mira arriba, el ojo mira arriba; si le dice a la lengua: di esto, la lengua lo dice; si le dice al pie: da un paso, el pie lo da y camina. Gertrudis es como si fuera mi mano, mi ojo, mi lengua, mi pie. Dispongo de ella como quiero, sin que ella se oponga en absoluto a mis deseos.
¡Vah!, dirán algunos despectivamente. Cosas de místicos…. Y es cierto. Son las almas que Jesús se escoge en su Iglesia para refrescarnos la memoria con lo mismo que Él dijo, hizo, nos enseñó y nos mandó en el Evangelio. Y las dice de manera tan fina, tan elegante, que a todos nos encanta y nos cuestiona…
Nosotros nos gloriamos del nombre de Jesús. Pero que Jesús se gloríe del nombre nuestro —del mío, del de usted— eso ya parece algo más raro. Pero, así es, desde el momento que Jesús nos ha hecho suyos del todo y nosotros le decimos que sí, que cuente con nosotros…