El Evangelio de la humildad
25. mayo 2023 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: OraciónUn texto del apóstol San Pablo va a guiar nuestra reflexión de hoy. Les dice a los de Filipos: “Sed humildes, y considerad a los demás superiores a vosotros mismos” (Filipenses 2,3). Y el mismo Pablo dirá a los de Colosas: “Revístanse todos de humildad” (Colosenses 3,12)
¿Qué tendrá la humildad para atraer las miradas de Dios? La Virgen María fue la primera en intuirlo, cuando, al verse Madre de Dios, y ser felicitada por Isabel, dio por razón suprema que todo era un puro gusto de Dios porque había mirado la humildad de su esclava, y que ésta sería también la causa por la cual la llamarían dichosa todas las generaciones (Lucas 1,42)
Vendrá después Jesús y dirá de Sí mismo con ternura arrebatadora: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mateo 11,29)
Nos encontramos ciertamente ante una virtud tan atrayente, tan querida, tan encantadora, que la humildad cautiva las miradas, roba los corazones, y nos hace decir a todos como aquel escritor: ¡Qué bien se está ante una persona humilde!
El humilde es el único que no tiene enemigos. Mientras que ante una persona orgullosa y pagada de sí misma todos nos ponemos en guardia, todos recelamos, todos nos distanciamos, todos tememos…
Sabido es que la humildad ha sido comparada siempre con la violeta, esa florecita con tan poca apariencia, escondida bajo la hierba, de modo que casi no la descubrimos, pero que llena de perfume embriagador todo el ambiente. Una fina poetisa, siguiendo el símbolo de la violeta, la ha cantado con estos versos:
Habito en cáliz de oculta violeta:
el mundo me mira con rara piedad;
yo soy de los santos la amiga discreta;
yo soy la humildad (Madre Alberta Jiménez)
Otro poeta de mucha categoría, mirando no la humildad, sino a los humildes, les lanza este piropo tantas veces oído: El encanto de las rosas – es que siendo tan hermosas – no conocen que lo son (Pemán)
En un monasterio cordobés de la alta Edad Media —han pasado por lo mismo muchos siglos, y aún se recuerda el caso—─hubo una monja dotada del don de una rara humildad. Se llamaba Digna, y, al llamarla por su nombre, ella se dolía profundamente, y suplicaba con dulzura angelical: ¡No, por favor! No me llamen Digna. Llámenme Indigna, que esto es lo que soy, y el nombre debe responder a lo que soy yo, no a lo que piensan ustedes.
Vamos a dejar a Santa Digna con su nombre, aunque ella no lo quiera, porque con ello demuestra que está muy alta en el Cielo…
No busquemos la verdadera humildad fuera del cristianismo, porque fue una virtud que trajo del Cielo como un don sagrado el Hijo de Dios, manifestada por Él desde la cueva de Belén hasta la infamia del Calvario.
Sólo Jesús tuvo entonces autoridad para decir tantas cosas de su Evangelio:
“El que sea el mayor entre vosotros que se haga como el menor, y el que manda que sea como el que sirve” (Marcos 10,43). “Porque quien se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado” “Ya que si no os hacéis como niños, no podréis entrar en el reino de los cielos” (Mateo 23,12; 18,3) Sobre todo, miradme a mí, “que no he venido a ser servido, sino a servir”(Marcos 10,45). “Porque me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, puesto que lo soy. Pues si yo, el Señor, os he lavado los pies, ya sabéis lo que tenéis que hacer los unos con los otros” (J.13,13)
Me parece que les estoy oyendo a ustedes ahora:
– ¡Basta, por favor, de leer el Evangelio y los Apóstoles, que nosotros también sabemos leer!…
Tendrían derecho al hablarme así, pues no he hecho desde el principio sino enlazar texto más texto sobre la humildad, y eso que no hemos acabado con todos. Lo cual nos hace pensar: Si tantas veces sale la humildad en el Evangelio escrito, ¿cuántas veces no hablaría de ella Jesús? Por fuerza la tenía que tener metidísima en la cabeza, y la consideraba importantísima desde el momento que hablaba tanto de ella.
En la Iglesia se aprendió bien desde siempre la lección de Jesús, y la humildad ha sido la virtud más cultivada por los Santos. Pues ya lo advertía San Agustín, quizá el hombre más sabio y genial que ha tenido el Cristianismo, con unas palabras que se repiten sin cesar:
– ¿Quieres ser grande? Comienza por ser pequeño. ¿Quieres levantar un edificio que llegue hasta el cielo? Piensa primeramente en el fundamento de la humildad.
Modernamente se dio un caso muy ejemplar, y allá por los años cuarenta, cuando se supo, se divulgó a los cuatro vientos. El Papa Pío XI tenía un Cardenal Secretario que deslumbraba. Pero era a la vez muy humilde. Y un día se le presentó al Papa con esta petición: Santo Padre, acépteme la renuncia de mi cargo, a cambio de una diócesis pequeña donde pueda desempeñar mi vocación a favor de los pobres y de los enfermos. El Papa, desde luego, no le hizo ningún caso, y, al morir, le sucedía como Papa aquel su Secretario, que sería el imponente y glorioso Pío XII…
¿Y qué ocurrió después con su sucesor, el bueno del Papa Juan XXIII? ¡Este sí que fue todo un caso! Tuvo a toda la Iglesia y al mundo en un puño, precisamente por aquella su casi inexplicable humildad…
El Evangelio no pasa. El Evangelio es de todos, para nosotros también. Y el Evangelio lo entiende y lo vive como nadie la persona humilde, porque sigue viva la palabra de Jesús: ¡Gracias, Padre, porque has revelado estas cosas a los pequeños, pues así te ha parecido bien!…