Haciendo la verdad en el amor
6. abril 2023 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: OraciónComienzo esta reflexión de hoy con la pregunta desafiante que un competente profesor de Religión nos lanzó al empezar la clase:
– ¿Saben ustedes dónde está el fracaso de la piedad cristiana? Se lo diré con una palabra: en la cefalalgia. Más sencillamente, y para que todos me entiendan: en el dolor de cabeza.
Nos quedamos todos un poco desconcertados con aquel planteamiento de la cuestión, y el profesor prosiguió:
– Sí; a muchos cristianos les aqueja un persistente mal de cabeza: no saben usar, no usan nunca la cabeza que Dios les dio en el Bautismo. Les dio el don de la fe. Por la fe saben lo que son. Pero nunca usan las verdades que conocen para traducirlas en la realidad de la vida.
Uno de los alumnos le interrumpió: -Entonces, ¿cuál es la fórmula que usted nos daría para la verdadera piedad?
Y concluyó el profesor:
– Estas palabras del apóstol San Pablo a los de Éfeso: “Practicad la verdad en el amor” (Efesios 4,15). Vivir en cada momento lo que saben que son por el Bautismo. Eso que se ha expresado con la fórmula clásica: El cristiano es otro Cristo. Si es miembro de Cristo, que se llene cada día más de Cristo. Que crezca en Cristo, hasta llegar a su pleno desarrollo. Si es una sola cosa con Cristo, que actúe como actuaría Cristo, mejor dicho, que actúe siempre como que Cristo actúa en él. Y todo ⎯esto es lo importante, según la fórmula de Pablo⎯ poniendo en todo su actuar una enorme carga de amor. Las manos del cristiano van siempre cargadas de amor y dirigidas por la cabeza.
Me parece que estaremos todos de acuerdo en que el profesor aquel sabía lo que se decía. Somos conscientes de que muchos cristianos se llaman así: cristianos, pero de hecho no son cristianos, porque su vida no corresponde a su fe. Esto lo repetimos muchas veces, desde el momento que el Concilio nos avisó muy gravemente sobre el divorcio hoy existente entre la fe y la vida.
Es cuestión, por lo mismo, de usar la cabeza teniendo conciencia en cada momento de que somos Cristo, porque somos parte suya por ser miembros suyos, y que hay que amar, amar a montones en todas las acciones de nuestra jornada.
Eso de que seamos CRISTO parece una exageración bárbara. Sin embargo, es una verdad tan antigua como el cristianismo, expresada por el genio de San Agustín con estas palabras inmortales: “No somos cristianos, sino Cristo. Pasmaos y alegraos: hemos sido hechos Cristo”.
Porque Cristo ⎯aunque en su ser personal es uno, individual, irrepetible⎯, ha prolongado su vida en nosotros, que somos la plenitud que lo completa. Somos ramas unidas al mismo tronco. Somos piedras integradas en el mismo edificio. Somos miembros vivos de un mismo cuerpo, cuya Cabeza es Cristo.
¿Vemos la grandeza inmensa que nos distingue? Más que otros Cristo, los cristianos somos Cristo, porque somos parte suya. ¡Grandiosa realidad la nuestra!…
Quien emplea la cabeza para discurrir sobre esta verdad, emplea muy seguidamente las manos, moviéndolas con amor muy impulsivo, porque se empeña en CRECER en Cristo. No concibe un Cristo enano, debilucho, enclenque, raquítico, enfermizo…, desarrollado a medias solamente.
Ese crecimiento en Cristo lo manifiesta el cristiano en su ACTUAR, expresión de la propia vida que lleva dentro. Al sentirse hijo o hija de Dios, como se sentía Jesús, no tiene otra norma de acción que la misma de Jesús: hacer siempre lo que le gusta a su Padre Dios.
Como ve ese cristiano o cristiana lo que significan para su desarrollo los Sacramentos y la Oración, no hay cadena que le detenga los pies ni candado que le cierre la boca cuando se trata de recibir los Sacramentos o de estallar en ardiente Oración.
Por otra parte, esa vida en plenitud que le revienta por doquier le lleva a comunicarla a los demás de manera también impulsiva. Remueve todo, porque el Espíritu no le deja parar un momento.
El Papa Juan Pablo I, el de los treinta y dos días de pontificado, que nos ganó a todos con su sonrisa inolvidable, nos lo explicaba de esta manera con un recuerdo personal: “En clase de filosofía nos lo explicaba el profesor: ¿Tú conoces en Venecia el campanario de San Marcos? ¿Sí? Eso significa que el campanario ha entrado de alguna manera en tu mente… ¿Tú, en cambio, amas el campanario de San Marcos?… Eso significa que ese retrato interior te empuja, te lleva, te hace caminar con la mente hacia el campanario que está fuera. En una palabra: amar significa viajar, correr con el corazón hacia el objeto amado. Dice la Imitación de Cristo: el que ama corre, vuela, se alegra”.
Cierto. La piedad sincera se vive así: con ideas claras en la cabeza sobre la vida divina que llevamos dentro, y, después, conforme a San Pablo, “practicando la verdad con amor”. De este modo, la vida cristiana se convierte en otra cosa. Porque entonces, sí; entonces la vida cristiana convence. La vida cristiana arrastra. La vida cristiana entusiasma. La vida cristiana deja de aparecer ridícula, porque ya no se manifiesta en candelitas prendidas o en rezos mecánicos, sino en la vivencia de lo más hondo que Dios nos ha revelado.
El profesor nos exigía cabeza sana, y no andaba equivocado. Las ideas claras sobre lo que es nuestra fe nos arrastran de manera imparable hacia la acción. Y cuando la acción está llena de amor, ¿qué nos falta? Nada. Porque de la tierra estamos haciendo ya un cielo…