Los enfermos hacia María

4. octubre 2021 | Por | Categoria: Maria

Es un hecho innegable que todos los cristianos acudimos a María como Madre nuestra —pues Jesús en la cruz nos la dio por Madre—, y María es el lazo más suave, más delicado y amoroso con que Dios nos atrae hacia Sí y hacia Jesucristo el Salvador. Pero no podemos negar tampoco que, entre todos los que acuden a María, los enfermos van a Ella de un modo muy especial. Los santuarios marianos más célebres, como Lourdes y Fátima, ven acudir los enfermos a montones, y son innumerables los prodigios que se atribuyen a la celestial Señora. Esto es tan evidente, que en la letanía ha quedado acuñada la invocación: Salud de los enfermos, ruega por nosotros.

Es muy natural que las cosas sean así. El enfermo acude sin más, e instintivamente, al ser más bueno que existe, como es la madre. No hay enfermera que pueda sustituir a la madre. En un hospital o en la clínica más afamados se encontrarán, si queremos, las medicinas últimas, los doctores más afamados y las enfermeras más competentes y cariñosas. Pero no habrá en ellos una mujer con el corazón de la madre.

El cristiano, al verse enfermo, acude a María con instinto casi divino, aprendida la lección en el mismo Evangelio. Jesús, el Siervo de Yavé, carga con todos nuestros dolores, y María es el testigo privilegiado de lo que hizo su Hijo. Sabe las curaciones que ha realizado, y sabe sobre todo lo que es el sufrir de los hombres cuando ve a Jesús en la Cruz, desde la cual recibe el encargo de cuidarse de nosotros como Madre. Cuidará después de todos sus hijos, pero serán sus preferidos, ciertamente, aquellos a los que ve unidos en un mismo sufrimiento con su Jesús crucificado.

El enfermo, al mirar a María al pie de la cruz, la contempla como a su modelo perfecto en la conformidad con la voluntad de Dios.
Igualmente, al mirar a María ahora en el Cielo, el enfermo que se confía a la Virgen reaviva su esperanza más firme, y se dice lleno de convicción: Así como para María se acabaron sus penas, así se acabarán también las mías. El último enemigo en ser vencido será la muerte, y ya lo ha sido en María, Asunta en la Gloria. Así acabarán un día mis penas.

Por otra parte, en el Evangelio ve el enfermo cómo María, al enterarse del estado de su prima Isabel, corre para asistir y servir con un corazón lleno de amor. El enfermo saca la consecuencia: ¿Y cómo no va a hacer la Virgen lo mismo conmigo cuando más la necesito?…
El enfermo, sobre todo, al mirar a María al pie de la Cruz, aprende a ofrecer con generosidad su propio sacrificio con el de Jesús —igual que lo hizo María— para la salvación del mundo.

Cuando María ve todas estas disposiciones en el enfermo, se pone al lado del que sufre y la ha invocado. La Virgen hace lo mismo que hizo con aquel tan gran devoto suyo, San Felipe Neri, un santo muy querido en Roma.
Felipe era famoso por su buen humor. Ya anciano, cae enfermo y su salud preocupa a todos. Se reúnen a su alrededor los discípulos más íntimos,  y los médicos muestran una gran preocupación. Toman el pulso al enfermo, y dicen gravemente:
– No hay nada que hacer. La vida la tiene contada por minutos.
Felipe, sin embargo, se apega a la vida y aún tiene fuerzas para sermonear a sus amigos, pues les dice:
– Quien quiere otra cosa que a Dios, se engaña. Quien ama otra cosa fuera de Dios, se equivoca miserablemente.
Todos se sorprenden de semejante consejo. Mientras tanto, le va pidiendo a Dios para sí mismo:
– ¡Señor, auméntame los dolores; pero auméntame más la paciencia!
No hay manera con este buen viejo. Permanece siempre en las suyas. A Felipe no le importa nada el sufrir, y lo que le interesa es el bien espiritual de todos. Mientras así va hablando, ven todos cómo el enfermo se incorpora sobre la cama y empieza a hablar con alguien que los demás no ven. Sus palabras le salen de lo más hondo del alma. Gesticula, hace ademán de estar besando y abrazando a alguien, mientras dice:
– ¡Ay, Señora, mi Santísima Señora! ¡Qué hermosa que eres, Señora bendita!
Sigue Felipe hablando de modo misterioso, con gran humildad: ¡No, yo no soy digno! ¿Quién soy yo, mi querida Señora, para que vengas a visitarme? ¡Oh Virgen hermosísima y purísima, yo no merezco semejante gracia! ¿Por qué vienes a mí, el último de tus siervos! ¡Oh Virgen Santísima! ¡Oh Madre de Dios! ¡Oh bendita entre las mujeres!
Silencio total entre los circunstantes, que ven cómo Felipe cae otra vez de modo normal en el lecho, como si nada hubiera pasado, y dice a todos extrañado:
– Pero, ¿qué no habéis visto vosotros a la Virgen María, que ha venido a visitarme?…
Los médicos siguen preocupados, y le aconsejan:
– ¡Basta, Padre, basta! Pero él: ¡Basta, ustedes! Ya no los necesito. La Virgen Santísima me ha quitado todo dolor y estoy curado.
Toda Roma se enteró de aquella curación milagrosa.

La actitud de María con los enfermos sigue igual, hoy como entonces y como siempre.
El enfermo que la invoca se curará o no se curará de su dolencia física, porque aquí entra la voluntad de Dios. Pero lo que siempre hará la Virgen —y esto no lo desmiente nadie— es traer consuelo, paz, resignación y esperanza al que sufre. ¿Y no es éste el mayor de los milagros? ¿No es ésta la mayor de las gracias? ¿Ha acertado o no ha acertado el instinto cristiano cuando ha invocado siempre a María como Salud de los enfermos?…

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