Los Siete Santos, Siervos de María

7. agosto 2017 | Por | Categoria: Santos

¿A qué Santo vamos a presentar hoy? A siete y a ninguno. Se trata de un caso bellísimo. Vamos a ver un racimo de siete Santos juntos, sin nombre propio. Aparecen siempre unidos en apretado haz, como siete claveles en una sola maceta. Son los Siete Fundadores de los Siervos de María.
Hacía pocos años que había muerto Francisco de Asís, pero no ha desaparecido con él la generación de los Santos. En la vecina Florencia se desarrolla una actividad comercial febril. Existe allí una Cofradía de alabadores de la Virgen Santísima. Como todas las Cofradías medievales, hacía que sus miembros organizasen las celebraciones del culto en la Iglesia, o arreglasen las calles y caminos, o repartiesen las limosnas a los pobres. El caso es que siete jóvenes de la nobleza toscana, dados al negocio y pertenecientes a la Cofradía, se unieron un día como verdaderos amigos, y se dijeron:
– ¿Nos llena esta actividad de la Cofradía? ¿Hacemos bastante oración? ¿Somos un ejemplo para los demás? ¿No podríamos hacer otra cosa mejor en honor de la Virgen María?…
Y se deciden los siete a retirarse de la sociedad para dedicarse del todo al servicio de Dios en la oración y penitencia. Una crónica fidedigna nos lo ha transmitido todo. Los siete jóvenes se dicen:
– Somos muy imperfectos y pecadores. Pero nos ponemos a los pies de la Reina del Cielo, la gloriosa siempre Virgen María, para que como mediadora y abogada nos reconcilie con su Hijo Jesucristo y nos llene con sus méritos. Por eso, para honor de Dios, nos ponemos al servicio de la Virgen Madre, y nos llamaremos Siervos de María.

Se despiden de sus familias estos jóvenes generosos y decididos, y se van a vivir en una casa pequeña y pobre, prestada por otro miembro de la Cofradía. Pronto empiezan unas quejas muy propias de santos:
– ¿Qué hacemos aquí? Hemos querido soledad para darnos a la oración, y toda la gente, enterada de nuestra manera de vida, nos busca y no nos deja en paz. ¿Por qué no nos vamos a otro sitio mejor?…
Ese sitio mejor no es ningún rincón para llevar una vida más cómoda, sino, al contrario, para darse más y mejor a la oración y a la penitencia sin llamar tanto la atención. En ésta estaban, cuando un milagro, comprobado por todos, vino a agravar la situación. Eran de familias ricas, pero se habían abrazado con la pobreza, y ahora iban por la calle mendigando de dos una limosnita por amor de Dios… De repente, unos niños pequeños —¡y pasmémonos, entre ellos uno de cinco meses en los brazos de la mamá!— comienzan a gritar: ¡Denles limosna, que son los servidores de la Virgen!… El niñito de los cinco meses será después el famoso San Felipe Benicio, gloria de la Orden de los Servitas, que ahora no es más que una plantita en germen…
La popularidad de los Siete Siervos de María crece por días, y el Obispo sale en su ayuda:
– Déjense de buscar casa. Ahí en el monte Senario tienen terreno, construyan su convento y edifiquen una capilla para dedicarse en paz a la oración sin que nadie de la ciudad les moleste.
Les visita un día el Cardenal Legado del Papa en Toscana, les anima, pero les recomienda:
– ¡Muy bien esa vida de oración! Pero vayan con más cuidado en sus penitencias, que sean más moderadas y no tan duras.
Se les aparece el Viernes Santo la Santísima Virgen, y les dice mientras les muestra un hábito negro:
– Llevadlo como signo de la Pasión de Jesús y en memoria de mis Dolores.

— No sé si hemos caído en la cuenta de que todos estos hechos de las apariciones les ocurren a los Siete y no a uno de ellos en particular. Y no hay manera de saberlo. Porque la crónica que se conserva de entonces, escrita apenas había muerto el último de todos, no especifica nada. Todo es común. Todo es de todos. Todo es del grupo. Allí no hay más que una mente y un corazón, hasta en los dones de Dios. Es un caso único en la historia de los Santos, de belleza y enseñanza sin igual. Hecha esta observación, seguimos —

El Obispo, enterado de la aparición de la Virgen, los constituye en Orden religiosa, les recibe los votos y les confiere las sagradas órdenes. Sólo uno se niega, el más joven de todos, Alejo Falconieri:
– Yo no soy digno de ser sacerdote. Quiero permanecer lego toda mi vida y ser el servidor de todos.

La Orden empieza a desarrollarse y crecer. Cuando les llegue a cada uno su hora, los Siete Fundadores se irán al Cielo dejando en pos de sí un sendero que parece bordeado de florecillas franciscanas… El primer superior de la Orden muere en manos de aquel chiquillo de los cinco meses, que ya es sacerdote y miembro de la Orden. El segundo, mientras en un viernes está leyendo ante todos en el Evangelio la Pasión del Señor, al llegar a las palabras En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu, cierra los ojos y ya no los abre más…. El tercero, humilde, renuncia al cargo de General para dejarlo a Felipe Benicio, y muere en brazos de su santo y joven sucesor… El cuarto, esparce al morir un reguero de perfume celestial…
Los dos últimos se encuentran después de años, pues el uno fue delegado en Francia y el otro en Alemania, y ahora vienen al Monte Senario para el Capítulo General. Los dos se abrazan emocionados. Al llegar al convento, agotados, se acuestan los dos y ambos morían a la misma hora, para ir juntos a recibir el premio de una vida santa y de una amistad que les había unido desde niños…
Quedaba Alejo Falconieri, el lego que no quiso ser sacerdote. No muere hasta sus ciento diez años de edad. Dios lo guardaba para ser el instrumento de la vocación de su sobrina, Santa Juliana de Falconieri…

No preguntemos los nombres de estos siete Santos. Se conocen todos. Pero no ha habido manera de que se le llame a cada uno por su nombre. El mismo Papa no los quiso separar en la canonización, y se llamaron, se llaman y serán llamados siempre Los Siete Fundadores de los Siervos de María…

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