El Beato Miguel Agustín Pro

21. julio 2017 | Por | Categoria: Santos

Aquel día le salieron muy mal las cuentas al presidente Calles. La persecución contra la Iglesia en México se había desatado furiosa, y tenía, ¡por fin!, entre sus garras a una víctima muy codiciada, como era el jesuita Padre Miguel Agustín Pro. El Presidente dio la orden precisa:
– Que su fusilamiento sea espectacular. Hay que dar un escarmiento, y se deben enterar todos bien. Que entre los soldados y oficiales asistan periodistas, fotógrafos y numeroso público para que sea bien difundida la ejecución de ese peligroso y huidizo jesuita, que tanto se ha reído de nosotros.

Y así fue. Seis días había permanecido encerrado el Padre en aquel sótano terrible que hacía de cárcel. Le había llegado el momento de cumplir un anhelo muy sentido, expresado por él con estas palabras:
– Para que se salve la patria, ha de correr sangre sacerdotal.
Al abrirse la puerta de la prisión, se vuelve, y les grita a los compañeros, varios de los cuales morirán mártires también: -¡Adiós, hermanos míos! ¡Adiós, hijos míos!…
El que había trabajado tanto por los demás, había dicho también: -¿Mi vida? Pero, ¿qué es ella? ¿No sería ganarla si la perdiera por mis hermanos?…

Sale custodiado por los guardias a la explanada del amplio jardín, y es colocado ante la conocida pared de madera. Al oficial encargado de la ejecución le pide el debido permiso: -¿Me permite unos momentos de oración?
Se los conceden, se arrodilla, recoge sus manos ante el pecho e inclina sus ojos hacia el suelo. Una fotografía que se ha hecho inmortal. Como se ha hecho inmortal también la otra, cuando se alza, y, de espaldas a la pared y cara al público, con los brazos extendidos, el crucifico en la mano derecha y el rosario en la izquierda, dice en voz alta y con todo vigor a los oficiales:
– ¡Dios os perdone, y el Señor os bendiga!
Se dirige finalmente a Dios con estas palabras: -¡Señor, tú sabes que soy inocente! Perdono a mis enemigos con todo el corazón. El oficial no puede alargar más una escena que para el Gobierno resultaba peligrosa, y dispone al piquete:
– ¡Preparen! Y el mártir: -¡Viva Cristo Rey!…
Cae en tierra, y, sin pérdida de tiempo, traen del calabozo a otros dos valientes, entre ellos a Humberto, cuyo cadáver cae al lado del de su hermano el Padre Miguel Agustín.

Cumplidos los requisitos legales, los cadáveres son entregados a la familia. ¿Y en qué para el escarmiento que quería dar el Presidente Calles?…
Como todo se ha hecho con tanta publicidad, el pueblo católico de la Capital no se atemoriza. La conducción de los cadáveres a la iglesia para el funeral se convierte en una manifestación triunfal. Adornadas las casas con guirnaldas, van cayendo de los balcones los pétalos de las flores que alfombran las calles, por las que desfilan más de diez mil personas a los gritos de ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva el Papa! ¡Vivan los Mártires! ¡Viva la Iglesia!…, mientras todos dan besos ardientes a las fotografías —ya convertidas en estampas— que el Presidente había hecho tomar y publicar para escarmiento de todos…
El último acto de aquel funeral glorioso le correspondió al papá de los mártires, que, a sus setenta y cinco años, gritó con voz potente: -¡Glorifiquemos a nuestro Padre que está en los cielos, porque es bueno! Y ahora, a cantar todos el Tedeum, el himno de acción de gracias a Dios.
El martirio del Padre Pro aquel 23 de Noviembre de 1927 —gracias a la poca visión de Calles, que por lo visto conocía muy mal a su pueblo mexicano—, se hizo muy pronto del dominio de toda la Iglesia y ha convertido la figura del simpático Padre en una de las más brillantes del martirologio del siglo veinte. Su martirio fue muy bello, ciertamente.
Pero no olvidamos su vida ejemplar, que nos ofrece toda una cadena de anécdotas simpáticas a más no poder. Joven travieso, su mamá teme, y le pide a Dios, jugando con los nombres del hijo:
– Miguel podría llegar a ser un Agustín. ¡Señor, que no llegue a ser un Agustín!

No. Miguel no se echará a perder. Cuando su hermana Luz ingresa en un austero convento de clausura, al que le seguirá su otra hermana Concepción, dice el muchacho: -¡Caramba! Tiene que ser muy grande el Cielo, cuando hay que conquistarlo a tan gran precio…
Entonces se decide él también por la vida consagrada, y entra en la Compañía de Jesús. Su ideal: -Señor, haz que yo te dé mucha gloria irradiando tu luz sobre las almas que me rodean.
Se ordena de sacerdote lejos de su patria mexicana a causa de la persecución, sin nadie de su familia consigo, y escribe:
– Renuncio al beso y a las caricias de mi madre en este día, presa del dolor y de la angustia. Sólo deseo una cosa: ¡almas, dame almas que salvar!

Dios le satisface su anhelo. Regresado a México, durante la persecución hace prodigios de celo apostólico.
Disfrazado siempre, y burlando de continuo a la policía, va de casa en casa, predicando, confesando, repartiendo doscientas, trescientas y hasta mil doscientas Comuniones diarias.
Hace prodigios de caridad con los más abandonados, como dice él mismo:
– Día y noche, lo mismo estoy en las casas más elegantes de los más ricos que en los nauseabundos tugurios de los más pobres… En los barrios pobres me encuentro en mi elemento. Vienen por centenares a escucharme…

Pero sabe lo que le espera al final:
– La pagarán todos los que han metido la mano en la cuestión religiosa, y yo la he metido hasta el codo. ¡Dios quiera que esté entre los primeros o entre los últimos! Tanto da. Pero estaré, se lo aseguro. Pongo la mano en el fuego.
¡Vaya que si estuvo entre los elegidos! ¡Y con qué elegancia que lo supo hacer el querido mártir Padre Miguel Agustín Pro!…

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