San Juan Diego

9. junio 2017 | Por | Categoria: Santos

Fue a México un turista muy católico y gran devoto de la Virgen de Guadalupe, y después de visitar el Santuario Basílica, pregunta con la mayor naturalidad, para ir a visitarlo también: -Y el sepulcro de San Juan Diego, ¿dónde está? Me gustaría arrodillarme ante aquel indio privilegiado que vio a la Virgen.
Por toda contestación, recibió esta respuesta: -¿El sepulcro de Juan Diego? Es muy fácil encontrarlo. Abra usted el corazón de cada mejicano, y seguro que lo halla. El de sus huesos, no lo va a encontrar.
Este es el hecho. No tenemos el sepulcro donde enterraron a Juan Diego. Sus restos desaparecieron en el olvido, aunque se sabe que los depositaron en los terrenos del Tepeyac.

A Juan Diego le ha pasado algo así como a San José: su misión fue acompañar a la Virgen María, dejar que sólo Ella aparezca grande y única, hacer que todos se inclinen ante sus pies benditos, y él, Juan Diego, “el más pequeño de los hijos y siervos de la Virgen”, desaparecer de la escena. Aunque ahora, reconocida su santidad por la Iglesia, el nombre y el cariño de Juan Diego vienen a tener un altar en todos los amantes de la Virgen de Guadalupe, y a la Virgen de Guadalupe la queremos todos.

Juan nace en unos días decisivos para el porvenir de México. Mientras se erigía el templo “gran teocali”, y se inauguraba con la sangre de miles de cautivos, Dios se estaba preparando un hijo del pueblo, un indiecito, en vistas a otro templo sin igual, consagrado a Dios en honor de la que sería la Estrella de la Evangelización de América. Aquel templo pagano desapareció del suelo mexicano.
El templo cristiano, el de nuestro Dios bajo el nombre de Guadalupe, ha desafiado ya cinco siglos, y seguirá levantado, como centro de atracción irresistible —¡a que no nos equivocamos!—, por siglos largos, largos…

Ese indio que se va a hacer tan famoso se llama Cuauhtlatóhuac —nombre bien raro para nosotros—, que en 1524, a sus cincuenta años, va a escuchar a los famosos “doce apóstoles franciscanos”, los grandes misioneros llegados a México después de su descubrimiento.
El indio atiende las proclamas de la evangelización, se instruye en la doctrina cristiana, y junto con su mujer, Malinzin, abrazan la fe de Jesucristo. En el Bautismo, toma el nombre de Juan Diego, y su mujer el de María Lucía.

Y ya tenemos a Juan Diego convertido en un excelente cristiano. No vamos a repetir aquí la aparición del Tepeyac (Véase mensaje 1289), sino que vamos a fijar la mirada en el indiecito humilde. La primera vez que ve a la Virgen en el Tepeyac, la aparición le pregunta:
– Juanito, el más pequeño de mis hijos, ¿a dónde vas?
El indio, que ya tiene más de cincuenta años, al ver aquella preciosidad de muchacha, la ve muy Señora pero también como una hijita suya encantadora, y le responde con ternura indecible:
– Señora y Niña mía, tengo que ir a tu casa de México, a seguir las cosas divinas, que nos dan y enseñan nuestros sacerdotes, delegados de Nuestro Señor.
Estas palabras, que constan documentalmente, son reveladoras. ¡Qué fe en la Palabra de Dios! ¡Qué fe en la Eucaristía! ¡Qué fe en los Sacerdotes! Juan Diego va solo, porque su esposa, María Lucía, se había ido al Cielo hacía ya seis años. Y ahora, el viudo resignado y fervoroso, recorre a pie el largo camino cada semana, para no perder la instrucción religiosa, la gracia de los Sacramentos, el culto del Señor.

Otra de las siguientes apariciones es aún más significativa. Le espera la Virgen, pero Juan Diego no se detiene junto al cerro. Da media vuelta y se escapa corriendo, aunque la Virgen le gana la partida, y le pregunta otra vez:
– ¿Qué hay, el más pequeño de mis hijos? ¿a dónde vas?
Juan Diego casi no se atreve a hablar:
– Niña mía, la más pequeña de mis hijas. ¡Ojalá estés contenta!¿Cómo has amanecido?…
Y no tiene más remedio que confesar la verdad: -Hoy no quería detenerme, porque mi tío Juan Bernardino está muy enfermo y tengo que buscar un sacerdote que le asista. Señora y Niña mía, perdóname; tenme por ahora paciencia; no te engaño. Hija mía la más pequeña, mañana volveré a toda prisa.

¡Qué madurez cristiana en estas palabras! ¿La Virgen? ¿Las apariciones?… No, hoy no. Porque hay algo más importante: hacer que el tío Bernardino muera cristianamente con los auxilios de la Iglesia… Aunque la Virgen le tranquiliza:
– No te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella: está seguro de que ya sanó. Y así fue. El tío se había curado en aquella misma hora.

Se completaron las apariciones, bellas, bellísimas, como lo serán tres y cuatro siglos más tarde las de Lourdes y de Fátima. ¿Y qué será de Juan Diego después?… Después de tantas angustias, el Arzobispo acepta la realidad de la aparición de la Virgen. Se construye el templo pedido por el Cielo. Y Juan Diego solicita al Arzobispo quedar en él para cuidar de la limpieza del lugar sagrado. El indiecito tan encantador, tan humilde, tan santico, morirá en 15048, el mismo año que el Arzobispo Zumárraga.

Al templo acudían verdaderas multitudes, pero Juan Diego se mantenía humilde como siempre, y se dedicaba, dice un antiguo documento, “a barrer el templo, su patio y su entrada”. Y sigue aquel testimonio:
– Se postraba delante de la Señora del Cielo y la invocaba con fervor. Frecuentemente se confesaba; comulgaba, ayunaba, hacía penitencia; se escondía en la sombra para poder entregarse a solas a la oración y estar invocando a la Señora del Cielo.

Juan Diego llevaba la vida de un santo. Así lo reconoció el Papa Juan Pablo II, que lo beatificó en México y lo canonizó en México también: ¡San Juan Diego! El indio más querido de nuestra América…

Deje su comentario

Nota: MinisterioPMO.org se reserva el derecho de publicación de los comentarios según su contenido y tenor. Para más información, visite: Términos de Uso