Los Mártires de Corea

2. junio 2017 | Por | Categoria: Santos

A mitades del siglo diecinueve, las autoridades de Corea celebraban su triunfo sobre la Iglesia Católica levantando un monumento sobre las tumbas de tantos mártires muertos por su fe. Aquel monumento conmemoraba, según palabras textuales, “El aniquilamiento de la religión perversa de los cristianos”.
Los perseguidores se sentían orgullosos de su triunfo. Habían hecho desaparecer, dándoles muerte con los tormentos más refinados, a más de ocho mil cristianos. Hombres y mujeres de toda condición social: ancianos, niños tiernos, jóvenes, esposos, padres y madres de familia, a la cabeza de los cuales iban, como siempre, sus pastores los obispos y los sacerdotes.
Muchos de ellos habían muerto dispersos por las montañas, víctimas del frío y del hambre, escondidos en cavernas, rendidos por las caminatas, consumidos por la enfermedad.

La persecución había comenzado en 1839, se repetía en 1846, y tenía un segundo epílogo en 1866. El Papa Pío XI, al beatificar a los primeros Mártires de Corea, dejaba escrita una página estremecedora:
– Eran nobles y plebeyos, jóvenes y viejos, mujeres ya maduras y jóvenes en la más florida edad, que prefirieron las cárceles, los tormentos, el fuego, el hierro, las cosas más extremas a trueque de no apartarse de su santa religión… Unos fueron ahorcados, a otros les rompieron las piernas, otros fueron azotados hasta la muerte, otros quemados con planchas ardientes, otros enterrados vivos en nichos para que murieran de hambre… Ni las cárceles largas y horribles, ni los tormentos más crueles, fueron capaces de superar la fortaleza y firmeza de aquellos mártires.

La alta columna de aquel monumento proclamaba con tono altisonante y orgulloso: “Aniquilada la religión perversa”. ¿Era verdad esto? ¿Había muerto la fe cristiana y católica en Corea? Se lo creían los perseguidores; pero la realidad era muy diferente. Cuando en 1886 llegó el decreto de la libertad religiosa, en Corea aparecieron las comunidades católicas medio clandestinas, y hoy los católicos pasan holgadamente los dos millones en una Iglesia cada vez más pujante, como regada que fue por tanta sangre generosa.

El cristianismo católico entró en Corea de manera muy curiosa. Un literato coreano recibe el bautismo en China y, vuelto a su patria, evangeliza, enseña la doctrina de Jesús, bautiza, y, sin obispos ni sacerdotes, consiguen él y sus compañeros formar comunidades cristianas que llegarían a sumar hasta cinco mil fieles. Era por los años 1790.
Aquellos cristianos, sin pastores consagrados, eran creyentes convencidos, y bastantes de ellos sufrieron el martirio valientemente en persecuciones levantadas contra ellos.

Con aquella siembra, esparcida por cristianos laicos, cuando llegan los primeros misioneros franceses por el 1830, no parten de cero, sino que se encuentran un terreno abonado, con más de seis mil cristianos.
Ahora, con Obispo y sacerdotes, venidos del Seminario de las Misiones Extranjeras de París, ¿qué no se puede prometer la naciente Iglesia coreana?… Sin embargo, cuando todo parecía sonreír a los nuevos evangelizadores, lo que les esperaba era clandestinidad, persecución y sangre.
El Obispo Imbert, y los dos sacerdotes, empiezan por crear y dirigir un seminario para los nativos, que tantas esperanzas ofrecen.
Más que palabras y descripciones nuestras, vale por todo lo que nosotros podamos decir la carta del Obispo Imbert, cargada de rasgos apostólicos, y testimonio de los mayores heroísmos. Nos dice en ella:

“No permanezco más que dos días en cada casa en que reúno a los cristianos, y antes de que amanezca el tercer día paso a otra casa.
“Me toca sufrir mucha hambre, porque después de haberme levantado a las dos y media de la noche, debo esperar hasta el mediodía para recibir entonces una comida mala y floja, en este clima seco y hostil, lo cual no es nada agradable.
“Después de comer, reposo un poco y a continuación doy clases de teología a mis seminaristas. Después, a oír confesiones hasta la noche.
“Me acuesto a las nueve sobre la tierra, cubierta de un tapiz de lana de Tartaria, porque en Corea no hay camas ni mantas.
“He tenido siempre un cuerpo débil y enfermizo, a pesar de lo cual he llevado adelante una vida laboriosa y bien ocupada; pero aquí pienso haber llegado a lo superlativo y al no más allá del trabajo.
“Se pueden imaginar que con una vida tan penosa no tengamos miedo al golpe del sable que debe terminarla”.

Así fue al final. Los sables funcionaron a placer. Hemos escuchado las palabras del Papa cuando elevaba a los altares a estos hijos tan formidables de la Iglesia. El Obispo y los dos sacerdotes se presentan espontáneamente en el tribunal, al que dicen: -Por salvar las almas de muchos, no hemos dudado en hacer hasta aquí un viaje de diez mil kilómetros. Nosotros no descubrimos a nuestros cristianos. Eso no lo haremos jamás Preferimos morir.
Condenados a muerte, los desnudan hasta la cintura, son cruelmente asaeteados, sin llegar hasta la muerte. Los hieren por todo el cuerpo y los recubren con cal viva. Les hacen dar tres vueltas al parque entre las burlas de todo el público, y al fin los detienen firmes. Pasan los soldados alrededor golpeándoles con el sable, hasta que mueren los tres por amor a Cristo.

Les van a seguir una turba de cristianos, ejecutados en medio de esos suplicios que hemos escuchado del Papa. Al frente de ellos, el primer sacerdote nativo, Andrés Kim, que abre con su nombre la lista de los ciento tres canonizados por la Iglesia —hombres y mujeres, ancianos, jóvenes, niños—, escogidos entre tantos miles de testigos de la fe, cuyo martirio se pudo comprobar paso por paso, y que encienden de luces tan bellas el amanecer de la Iglesia coreana…

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