28º. Domingo Ordinario (C)

7. octubre 2022 | Por | Categoria: Charla Dominical

Este Domingo nos trae un Evangelio muy aleccionador. Hemos visto muchas veces cómo la fe se hace amor, caridad, donación, sobre todo por medio del dinero, que no lo guardamos avaramente, sino que lo sabemos compartir con los más necesitados.
Pero hoy vamos a ver cómo la fe se hace acción de gracias a Dios. Y nos lo va a decir el milagro que nos narra Lucas sobre los diez leprosos.

Todos sabemos lo que significaba en Israel la enfermedad de la lepra. Como enfermedad, en todas partes era igual, pero en Israel resultaba trágica, pues la lepra era una enfermedad declara impura por la Ley, y el leproso debía permanecer separado del resto de la comunidad, sin ninguna convivencia social. A cualquiera que se le acercaba, le avisaba ya de lejos gritando: -¡Impuro! ¡Impuro!…
Ante esta situación tan angustiosa, los leprosos solían reunirse y formaban pequeños grupos entre sí. La vida se les hacía de este modo más llevadera.
Sin medios de curación, era una enfermedad crónica, hasta que llegara la muerte.
¿Y si alguno se curaba o se creía curado? No era él quien lo diagnosticaba, sino el sacerdote, el cual comprobaba la sanación, y declaraba la limpieza total y la curación perfecta.
Sólo en este caso, podía el que había sido leproso reintegrarse a la vida social.  

Ahora Jesús, cuando atraviesa con los discípulos aquellos campos de Galilea hacia Jericó para subir a Jerusalén, antes de entrar en una aldea oye que le gritan de lejos:
– ¡Jesús Maestro, ten compasión de nosotros!
Era un grupo de diez leprosos. Nueve judíos, y un samaritano. Judíos y samaritanos eran enemigos irreconciliables. No se podían ni ver. Pero la común desgracia une a estos pobres diez enfermos, olvidadas todas las rencillas.
Guardan la ley de no acercarse, y Jesús les respeta su decisión. Por eso, les grita también de lejos:
– Vayan a presentarse a los sacerdotes.
Y, mientras van de camino, se encuentran todos limpios de la terrible enfermedad.
Siguen ahora corriendo, locos de felicidad, cada uno hacia su casa. Nadie se acuerda de Jesús. Sólo el samaritano —el odiado samaritano, judío bastardo— piensa en su bienhechor, vuelve a Jesús, se postra de rodillas ante Él, mientras le dice temblando por la emoción:
– ¡Gracias, Maestro, gracias!…
Jesús valora este gesto, se emociona, y replica algo triste:
– ¿Cómo? ¿No han sido diez los curados? ¿Dónde están los otros nueve? ¿A nadie de ellos se le ha ocurrido venir a dar gloria y las gracias a Dios, sino a este extranjero?…
Tiende Jesús los brazos al que está postrado a sus pies, y le dice, casi conmovido:
– Levántate y marcha bien contento. ¡Tu fe te ha salvado!…

Nos atreveríamos a decir —con mucho cariño, desde luego— que Jesús, el bueno de Jesús, tiene que irse acostumbrando a lo que le va a pasar muchas veces en adelante: ¡a dar sin recibir!…
Va a tener que  repartir sus dones, sin que nadie venga después a agradecerle nada. Como los nueve curados, que se olvidan totalmente de quien les ha hecho el bien. Se creían con derecho a todo, y al verse con las manos llenas del beneficio de Dios, ni tienen la ocurrencia de decirle un “¡Gracias, Dios mío!”…

Esa será la conducta de muchos ante tantísimos dones recibidos de Dios. Para pedir, magníficos. Para agradecer, olvidadizos del todo.
Con ello, faltan con Dios a una norma elemental de educación. La educación que se tiene con los hombres no se suele tener con Dios. Entre nosotros, un ¡Gracias! nos sale espontáneo de los labios ante cualquier favor que se nos hace.
Lo aprendemos a hacer desde niños. Cuando al pequeño se le regala una cosita y no responde nada, la mamá, muy atenta siempre, le pregunta indefectiblemente: ¿Qué se dice?… Y el niño, algo avergonzadito de que se le repita de continuo la misma lección, contesta: ¡Gracias!…
Esto lo vemos mil veces cada día. Porque no aceptamos socialmente una falta de educación que revela a su vez una falta del sentimiento más noble como es la gratitud.

La Iglesia, como Iglesia, tiene una manera de actuar muy suya y muy constante. Porque la Iglesia reconoce el beneficio inmenso de la Redención, la liberación del pecado, a la cual no teníamos ningún derecho, sino que ha sido totalmente gratuita de parte de Dios.
Entonces la Iglesia celebra alborozada la Eucaristía, la Acción de Gracias por antonomasia. Lo hace cada día, pero especialmente el domingo.
Y, al verse liberada de la condenación merecida, nunca se le cae de sus labios el himno entusiasta: “¡Gloria a Dios en el Cielo!… ¡Te damos gracias, Señor Dios, Rey celestial”.

Cuando se trata de oración, a todos nos iría bien tener un poco más de espíritu carismático: no pedir tanto, y alabar más y dar muchas, pero muchas gracias a Dios. En especial, nos iría bien el tener verdadera ansia de participar en la Eucaristía, de no dejar una Misa dominical, porque en ella tenemos, con Cristo presente, la Acción de Gracias más cumplida a Dios.
Con lo bonito que es repetir todos juntos, hasta enronquecer:  
-¡Te damos gracias, Señor, de todo corazón!… ¡Gracias, Señor, aleluya! ¡Gracias, Señor!…

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