La Beata Rafaela Ybarra

23. septiembre 2016 | Por | Categoria: Santos

Cuando un teólogo tuvo en sus manos la vida de Rafaela Ybarra de Vilallonga, porque había de hacer una reseña y emitir un juicio muy importante sobre la misma, movió un poco escéptico la cabeza:
– ¿Cómo? Una mujer tan joven, tan rica, con un esposo enamoradísimo, con siete hijos preciosos, con cinco sobrinos más que le deja su hermana al morir, ¿una mujer de alta sociedad así tiene la osadía de hacer los tres votos de una religiosa: de pobreza, de castidad y de obediencia?

Pues, sí; esta fue la realidad. Su esposo Don José, caballero de pies a cabeza y católico de gran reciedumbre, metido en amplios negocios, y que observa de continuo la gracia de Dios que opera en el alma de su adorada mujer, le dice resuelto:
– Haz esos votos en lo que sean compatibles con nuestro estado. Por mi parte, respetaré la gracia de Dios. Más respetó José a María. Y si yo llego a faltar, hasta podrás ser religiosa, una vez se solucionase la situación de nuestros hijos.
Así de generoso el marido con la mujer, hoy en los altares, la Beata Rafaela Ybarra de Vilallonga.

Rafaela había nacido en Bilbao y José en Cataluña, ambos de dos grandes familias industriales. Rafaela tuvo un padre todo energía, emprendedor, y una madre toda dulzura, hispanoamericana de las Antillas. Rafaela, la hija, heredará la firmeza de carácter de su padre y la bondad innata y dulce de su madre. Será con el tiempo una mujer excepcional.

En su Primera Comunión, Rafaela experimenta lo que va a ser toda su vida: alegría espiritual y unión con Jesucristo Crucificado, pues nos dice: Comulgué con gran fervor. Recuerdo muy bien haber experimentado grandes consuelos espirituales y haber llorado pensando en la Pasión de Jesús.

La juventud transcurre normal en una chica de alta sociedad. Estudios, teatro, fiestas, pero con una gran seriedad moral, tal como nos cuenta ella misma: Me gustaba ser vista y obsequiada. El lujo no era exagerado para mi posición. Sin embargo, gastaba bastante en todo. Me gustaban mucho las joyas. Pero conservaba un fondo de piedad natural. Rezaba el Rosario todos los días con los criados; leía mis libros de piedad y era compasiva con los necesitados.

Así, hasta que a los dieciocho años contrae aquel bendito matrimonio, del que dirá: ¡Tengo que dar infinitas gracias al Señor! E hizo su propósito de casada, hecho oración: Que sea cada día mejor esposa, mejor madre, mejor hija. Haz, Señor, que yo sea una mansión de paz dentro de la familia.

Y lo va a ser especialmente en el asunto de los negocios de los dos consuegros, su papá y el papá del esposo, a los que dice: Es mi deseo que quedéis los dos en el mejor lugar. Porque los dos se unieron para crear en Bilbao la gran empresa de los Altos Hornos, que fue un éxito industrial, y allí estaba Rafaela contemplando el auge de los negocios en medio de las dificultades.
La vida era feliz. El matrimonio, perfecto. Pero un alma tan agradable a Dios se vio muy pronto sometida a duras pruebas. De los siete hijos, mueren dos. Y el último va a ser una cruz para siempre, cuando a los dos años contrae una parálisis infantil que no tendrá remedio.
Se lo había San Juan Bosco, con quien se encontró en Barcelona. Mirando Don Bosco al niñito, hizo a la madre la dolorosa profecía, igual que Simeón a la Virgen en el Templo:
-Señora, este niño será su crucecita.
Muere su hermana Rosario, que se va al Cielo diciendo: ¿Mis cinco hijos? Rafaela cuidará de ellos. Rafaela se encarga de estos cinco sobrinitos, el mayor con ocho años y el pequeño de uno, a los que llama los hijos de mi corazón, que se suman a los siete que el Señor le ha dado a ella, de los que le quedan cinco.
Rafaela viene a ser madre de diez hijos primorosos, los cuales no le impiden darse a una vida de gran oración y a unas obras de apostolado muy amplias.

La empresa de los Altos Hornos movilizaba una masa enorme de tres mil obreros. Rafaela se dio de modo especial a las muchachas que vivían en tanto peligro. Fundó para ellas la Casa Asilo de la Sagrada Familia. ¡Cuántas jóvenes de servicio doméstico y obreras se salvaron de la ruina moral y material merced a Rafaela! Las buscaba donde fuera, en la cárcel, en las casas de citas, y, como dirá su cochero, ¡Se metía en cada lío!…
En la cárcel, una reclusa le pega una bofetada, y Rafaela, llena de cariño: -No me has hecho daño, hija mía; desde hoy te quiero más. La pobre reclusa cayó llorando a sus pies. Rafaela era fiel a su lema: -Con las niñas, amor, mucho amor. Porque lo que no alcanza el amor, no lo conseguirá el rigor.

A sus hijos les había dicho, como una bendición: Tres de los diez, seréis religiosos. El esposo estaba ya agotado, y en los últimos tiempos, cuando Rafaela volvía de la Misa cada mañana, le servía el desayuno.
Era un rato de intimidad entre los dos. José le hablaba de los negocios y le consultaba, y Rafaela le pedía consejo para sus obras apostólicas y dinero, del que comentaba José: No tengo por qué preocuparme. Rafaela se encarga de colocarlo en el Banco más seguro: en el del Cielo.
Y Rafaela, a su vez: El Señor me ha dado tan buen marido que, gracias a él, puedo hacer lo que hago, pues me deja toda libertad de acción y me da cuanto necesito. Muere José como un santo, y Rafaela le va a seguir antes de dos años.

Su hijo Gabriel, ya sacerdote jesuita, le pone en los labios esta jaculatoria: ¡Ven, Señor, para llevarme contigo al Cielo! Y al Cielo se iba en Febrero de 1900 esta formidable mujer, tan rica de dinero, tan pobre en su vida privada, tan generosa con todos, tan llena de virtudes.
Su niño Pepín, el de la parálisis, al saber que la Iglesia llama a los santos de varios modos, según se halle el proceso, le dice un día candorosamente: Mamá, tú eres por lo menos “Sierva de Dios”. ¡Para echarse a llorar la mamá!…
Rafaela ya es hoy Beata, y pronto, Santa, ¡y qué ejemplo de Santa!…

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