San Damián de Veuster

26. agosto 2016 | Por | Categoria: Santos

Un día, en las islas Haway —concretamente, en la isla de Molokai— atraca un barco y quiere descender un Sacerdote, Superior del Misionero que reside en la isla. Las autoridades se lo prohiben. ¡Usted no puede bajar aquí! -Entonces, dejen que suba a verme ese Misionero católico que está aquí en la isla —¡mírenlo dónde está esperándome!—, pues quiere hablar conmigo. -¡Tampoco puede subir él aquí arriba! El Misionero de abajo insiste: -¡Por favor, se trata de un momento nada más! Quisiera confesarme… Como se lo niegan, el Misionero, desde abajo y con una humildad heroica, dice sus pecados al Sacerdote que le escucha desde el puente y que le imparte después la absolución…

¿Quién es este Misionero que pide Confesión de manera tan singular? ¿Tan grandes pecados tiene, que ha de soltarlos por fuerza en el Sacramento?… Nada de eso. Es, por el contrario, uno de los Misioneros católicos, nacido en Bélgica, cuya fama va a dar muy pronto la vuelta al mundo.

Al Padre Damián se le conoce como El Apóstol de los leprosos, porque conscientemente, sabedor del peligro en que se metía, optó por ser el Misionero y el Padre de aquellos que el mundo había abandonado del todo, hasta que participó plenamente de la misma enfermedad de sus hijos. Su palabra definitiva ha sido: Me hago leproso con los leprosos, a fin de ganarlos a todos para Cristo Jesús.

José Veuster, a sus diecinueve años ingresa en la Congregación de los Misioneros de los Sagrados Corazones y toma el nombre de Damián. Cinco años de estudios, y, sin acabar la carrera sacerdotal, pide ir a las Misiones de Oceanía. Ya en las Haway, al cabo de un año era ordenado sacerdote, y escribía a sus papás: -Ya soy sacerdote, ya soy misionero. No tengáis la menor inquietud por mí. Porque, cuando se sirve a Dios, se es feliz en cualquier parte.

Seis años en la isla Haway. Pero en una reunión de los Misioneros con el Obispo, se determina que cuatro sacerdotes se vayan turnando por pocos meses cada uno en la isla de Molokai para atender a los leprosos que han sido llevados allí como una carga humana insoportable. Poco tiempo, para no contaminarse con la terrible enfermedad. Damián no está conforme, y replica: Ya voy yo, y allí me quedo para siempre. Al Obispo le saltan las lágrimas. Este valiente hará el trabajo por todos. Era el año 1873.

Le esperan a Damián dieciséis años de trabajo inconcebible. Va a enterrarse con los leprosos en una isla a la que llaman el cementerio viviente. No le importa, y escribe: El ver lo que las almas han costado a Jesucristo, debe inspirarnos el mayor celo por su salvación. Debemos darnos a todos sin excepción. Debemos darnos sin reserva. La medida de nuestro celo es la misma medida del celo de Jesucristo.
No son éstas unas palabras vacías, y Damián lo va a demostrar bien pronto. No tendrá ni cama para dormir, sino una estera sobre el suelo de su choza, enteramente igual que sus enfermos.
Las autoridades habían escogido Molokai para instalar allí a los leprosos de las islas. Durante los dieciséis años de Damián en aquel cementerio viviente ingresaron 3.137 leprosos, de los cuales murieron 2.042 en esos mismos años.

La vida moral en la isla es tan fatal como la salud. Como los leprosos no tienen otro quehacer que esperar la muerte, no hacen otra cosa que comer, tomar, dormir y divertirse, casarse y descasarse para unirse de nuevo con quien les viene mejor, pues el adulterio y el concubinato están a la orden del día… El Padre Damián comprende, aguanta, hace lo que puede, y, sobre todo, reza mucho por la salvación de todos.

Los enfermos son católicos, protestantes, mormones o de cualquier otra religión. Damián no hace distinción alguna entre ellos. Respeta hasta lo sumo la fe de cada uno, como escribe él mismo a su hermano, también misionero:
– Esto puede darte una idea de mi trabajo diario. Imagínate una colección de chozas con ochocientos leprosos. Sin médico. Todas las mañanas, después de mi Misa, voy a visitar a los enfermos. A los que rechazan la ayuda espiritual no se les niega la asistencia corporal, que se da a todos sin distinción.

Vivir con los leprosos era una prueba muy fuerte, superada sólo por el amor a Jesucristo, como lo confiesa él mismo: Resultaba repulsivo verlos, pero tienen un alma rescatada con la sangre del Salvador… Ayer por la mañana, después de auxiliar a un leproso en su pequeña jaula, fui a casa como un borracho, no podía tenerme en pie, porque su aliento fétido había afectado mi cerebro.

Testigos que vieron la actuación del Padre Damián, nos dicen: Tocó a los enfermos, los abrazó, vendó sus heridas, amputó cuando fue necesario sus dedos y sus pies, compartió con ellos su pipa, rió con ellos, jugó con sus hijos enfermos, no mostró ningún signo de repulsión ante sus desfiguraciones.
Ante aquella vida tan dura, se animaba a sí mismo con estas palabras llenas de humor: ¡Animo, muchacho, que aquí vas a estar toda tu vida!…
Y como allí no había nadie para hacer las cosas, el Padre Damián fue con los leprosos su doctor, su enfermero, su abogado, su maestro, su carpintero, su pintor, su jardinero, su cocinero, su sepulturero, hasta ser llamado, con frase que se hizo famosa, el hombre de los treinta y seis oficios, y las autoridades le calificaran de obstinado, cabezón, brusco e impertinente.

Hasta que —como no podía ser menos— contrajo la lepra, que le desfiguró horriblemente la cara, le imposibilitó la mano derecha que hubo de sostener en un cabestrillo, y con la izquierda destrozada igualmente hubo de valerse para todo. A los cuarenta y nueve años acababa la vida de este héroe de la caridad, con fama mundial y gloria imperecedera de las Misiones Católicas.

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