La Beata Laura Vicuña

22. julio 2016 | Por | Categoria: Santos

Hoy nos vamos a pasmar de admiración al contemplar una de las flores más bellas de santidad que ha producido nuestra América: la jovencita Laura Vicuña, trasplantada de Chile a Argentina, como de jardín a jardín. Casi una niña que se abre a la adolescencia, nos guarda un mensaje conmovedor.

Cuando el Papa Juan Pablo II la colocó en los altares, citó las palabras que se leían sobre la tumba de la nueva Beata:
– Flor eucarística de Junín de los Andes, cuya vida fue un poema de pureza, de sacrificio y de amor filial.
Porque esto fue siempre Laura. Una enamorada de Jesús, sobre todo en la Eucaristía. Una flor de pureza sin igual, llevada hasta el heroísmo. Una hija que, por amor a su madre y por salvarla, ofreció sin titubeos la vida y murió por ella en un gesto de heroísmo admirable.

Don José Domingo Vicuña es un valiente y cristiano militar que, ante la revuelta civil, tiene que marchar de Santiago de Chile hacia el Sur de la República para salvar la vida. Se lleva consigo a su magnífica esposa y las dos hijitas, Laura y Amanda. Pero muere poco después, y Doña Mercedes se encuentra sola, con las dos niñas chiquitinas, y abandonada a su suerte.  Dios mío, ¿qué hago?, se dice angustiada la mamá. Para probar suerte, pasa a Argentina y, después de varios tanteos, se establece definitivamente en Junín de los Andes.

Pobre, sola, sin ningún amparo humano, Doña Mercedes comete un error, sin medir las consecuencias graves que van a venir. Un gaucho rico le ofrece todo con tal que se le una como compañera, pero sin ningún compromiso de matrimonio. La pobre mujer acepta así vivir con Manuel Mora, un finquero rico, violento, grosero, que lleva a Mercedes a una de las dos casas que se ha construido.
Doña Mercedes no puede con sus remordimientos, pero no ve otra posibilidad para sacar adelante a sus dos niñas, que son acogidas con amor como internas en el Colegio que han abierto las Hijas de María Auxiliadora. La mamá hace de la niña mayor este elogio ponderado: Laura no me ha dado nunca un disgusto. Desde pequeñita ha sido siempre obediente y muy dócil.

Laura, de momento, no es consciente del mal que sufre la mamá. Pero un día la Hermana Salesiana, en la clase de catecismo, habla a las niñas sobre el matrimonio. Laura, ya bastante crecidita, casi se desmaya, porque se percata de la situación de su madre, comprende que está viviendo en la culpa, y se decide a salvarla cueste lo que cueste. El camino va a ser largo, pero la hijita se hará con la victoria.

Laura lanza la primera saeta a su madre la víspera de su gran día:
– Mamá, mañana voy a recibir la Primera Comunión. Perdóname los disgustos que te haya dado. Si he sido mala, de ahora en adelante seré tu mayor alegría. Esto es lo que mañana voy a pedir a Jesús. Voy a rogar mucho por ti.
Doña Mercedes, a sus treinta y cinco años, no puede con la emoción, aunque asiste a la Comunión de su hija mezclada entre los demás asistentes sin llamar para nada la atención, mientras se dice: ¡Si pudiera recibir yo también a Jesús!…
Desde este día, Laura toma muy en serio el hacerse santa para alcanzar de Dios la conversión de su mamá. Y formula sus grandes propósitos:
– Dios mío, quiero amarte y servirte durante toda mi vida. Te doy mi alma, mi corazón, todo mi ser. Quiero morir antes que ofenderte con el pecado. Propongo reparar las ofensas de los hombres, especialmente de las personas de mi familia.

Durante las vacaciones, el finquero Manuel Mora no tiene bastante con su compañera Doña Mercedes. A quien pretende secretamente es a la misma Laura. Pero la niña, con apariencias de mucha timidez, es una leona para defender su pureza y su honor. Resiste la tentación que le tiende el amante de su madre, mientras exclama:
– ¡Soy hija de María! Moriré antes que pecar.

Laura se ha empeñado en salvar a su madre. Y un día le pide a su confesor:
– Padre, ¿me da permiso para ofrecer mi vida por la salvación de mi mamá?
La pregunta y la petición eran muy serias y comprometedoras, si es que Dios aceptaba la generosidad de Laura. Pero el confesor no duda. Aquello no podía venir más que de Dios en un alma tan selecta.

El caso es que Laura enferma, aunque nadie sabe por qué. Y una enfermedad larga y muy dolorosa.  Momentos antes de morir, Laura dice resuelta a su madre:
– Mamá, te quiero confiar un secreto. Ofrecí a Dios mi vida por tu salvación. Dios me ha escuchado. ¿Me prometes abandonar a ese hombre?
La madre rompe en llanto clamoroso, se arrodilla ante la cama en que agoniza Laura, y exclama casi fuera de sí:
– ¿Soy yo, por lo mismo, la causa de este tan largo sufrir tuyo, y ahora de tu muerte, hija mía? ¡Pobre de mí! Sí, mi querida Laura. Te juro en este momento que haré todo lo que me pides. Estoy arrepentida, y Dios me es testigo. Mañana mismo voy a la iglesia con tu hermana Amanda y te prometo confesarme.  

Laura recoge esta promesa solemne, y pronuncia sus últimas palabras:
– ¡Gracias, Jesús! ¡Gracias, María!
Radiante de alegría, Laura volaba al Cielo con sólo trece años primorosos, como un ángel más entre tantos ángeles como debieron venir a buscarla. Era el 22 de Enero de 1904.

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