Todos misioneros

5. noviembre 2020 | Por | Categoria: Iglesia

Algunas de esas estadísticas de las Naciones Unidas nos dicen que la población mundial sobrepasa a estas horas los seis mil millones de personas. La verdad, que somos muchos en el mundo, y que la humanidad va creciendo y creciendo más… Esos organismos internacionales están muy preocupados por solucionar los problemas que esto trae consigo, pues no se están desarrollando a la vez los medios para atender a tantas necesidades de semejante población.

Como cristianos, también a nosotros nos preocupan esos problemas, pero no nos metemos ahora en asuntos meramente humanos, sino que nos fijamos en lo que nos atañe directamente bajo el aspecto de la fe. ¿Nos damos cuenta que de esos seis mil millones de habitantes no llegamos a una tercera parte los que hemos oído hablar de Jesucristo?
Ciertamente, que entre todos los fundadores de religiones y maestros de la antigüedad no hay ninguno que iguale a Jesucristo, el cual es el más conocido, admirado y respetado. Pero esto no niega la otra parte del problema: que siendo el enviado de Dios como Salvador del mundo, haya todavía tantos y tantos hombres que lo ignoran del todo.

Y esto, que sigue en pie el mandato del mismo Jesucristo: Id, y predicad el Evangelio a todo el mundo. La Iglesia, consciente de este mandato de su Señor, mira el problema de la propagación de la fe como un deber imperioso. Y se hace continuamente las preguntas de San Pablo:
¿Cómo podrán invocarlo, sin  haber creído en él?
¿Y cómo podrán creer, si nadie les ha hablado?
¿Y cómo van a oír hablar, si nadie se lo anuncia?
¿Y cómo se lo van a anunciar, si nadie es enviado?… (Romanos 10,14-15)
Contempla entonces el Apóstol la multitud de los evangelizadores, se entusiasma, y grita con palabras de Isaías: ¡Qué hermosos son los pies de los que corren anunciando el bien!

Los hijos de la Iglesia recogemos con gozo estas palabras de San Pablo, y nos queremos hacer acreedores de esa belleza que ha circundado siempre en la Iglesia a los misioneros. Una belleza que va acompañada de la promesa más grande y consoladora del Señor, cuando dice a los que vuelven de la misión: ¡Alegraos, porque vuestros nombres están escritos en el Cielo! Palabras que repetirá Pablo a sus colaboradores en el Evangelio, de los que dirá: Sus nombres están escritos en el libro de la vida (Filipenses 4,3)

Todo esto nos lleva una vez más a hablar de nuestra misión como católicos: somos misioneros en virtud de nuestro Bautismo; todos debemos ser misioneros.

Hoy se ha ensanchado mucho el campo de la acción cristiana. Todos admiramos, alabamos y felicitamos a los valientes que se enfrentan con los  más graves problemas del mundo y se entregan con todas sus fuerzas a darles solución humana y cristiana: a los que trabajan por la justicia y la paz, por el progreso de los pueblos más pobres, por la cultura entre los más abandonados y dejados de todos. No estiman sacrificios en su entrega y son operarios meritísimos en el campo del Padre de familias.

Pero ahora nos fijamos en el problema de la fe. El mundo debe mirar a Jesucristo si pretende una salvación definitiva. Y debe mirar a Jesucristo como lo presentaron desde el principio los Apóstoles: a Jesucristo Crucificado. Quien lo vea, se tiene que preguntar:
– ¿Quién es ése que cuelga de una cruz? ¿Y por qué está así?
Al tener como respuesta que es el Hijo de Dios, y que está así por nuestros pecados, y que ha pagado de esta manera para librarnos de una condenación segura, entonces vendrá su respuesta:
– La salvación es una cosa muy seria, y no se puede jugar con ella. Si Dios me ha amado así, ¿por qué no le voy a amar yo también a Él? Y si ahora me aseguran que ese Crucificado está vivo, puesto que resucitó, no me engaño al seguirle, pues tengo la esperanza y la seguridad de una vida eterna como la suya.

Este fue el planteamiento que los Apóstoles hicieron del Evangelio, y el orgulloso Imperio Romano se rindió a Jesucristo. Nosotros queremos hacer lo mismo en nuestro días y en nuestros ambientes.
Nos preocupan los pobres, que tienen que ser socorridos y liberados de su esclavitud.
Nos preocupan los enfermos, a los que debemos cuidar.
Nos preocupan los presos, a los cuales hay que ayudar en su redención.
Nos preocupan todos los que sufren, porque hay que comprenderlos y aliviarlos en su dolor.

Todo eso nos preocupa. Pero la preocupación primera de la Iglesia será siempre la de los más necesitados, como son los que no conocen el Evangelio de Jesucristo y nos están reclamando a gritos que les ayudemos en su salvación.

Nuestra reflexión de hoy desemboca en lo que tantas veces ha ocupado nuestros mensajes. Todos sentimos el afán misionero. Todos queremos hacer algo por Jesucristo, por la Iglesia, por la extensión del Reino de Dios.
¿Ir a las misiones de paganos? No es lo nuestro. A ellas van nuestra ayuda económica y nuestras oraciones, que es lo principal de todo.
¿Meternos a predicadores o Delegados de la Palabra? A lo mejor, sí. Porque esto ya está al alcance de muchos en nuestras propias comunidades.

Pero lo que hacemos todos, lo que nadie nos prohibe hacer —hasta a los más ocupados— es hablar de Jesucristo Crucificado y Resucitado a todos. Y, si sembramos así la Palabra, ¿a que los frutos serán abundantes? Habremos hecho por el mundo lo que el mundo más necesita: oír hablar de Jesucristo.

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