¿Apóstoles? ¿Por qué no?…

6. junio 2014 | Por | Categoria: Reflexiones

Un jovencito seminarista de sólo quince años se llevó una vez en el gran salón abarrotado de público un aplauso entusiasta y prolongado, ante las lágrimas de su cristiana madre que lloraba de emoción… Con una oratoria vibrante y casi impropia de su edad, declamó con energía estos versos:
Santo ideal brilló en el alma mía;  
lumbre de sol, celeste reverbero
la envuelve en claridades noche y día.
¡Yo quiero ser apóstol de María!  
¡Quiero ser misionero!
Y siguió con grito apasionado, saltándose la rima de su poema:
          – ¡Sí, Virgen María! Mándame a ganarte muchas almas para Jesús, que serán también hijos e hijas tuyos…
Todos auguraban en el ardoroso rapsoda para el futuro un apóstol muy grande, pero moría al poco tiempo, dejando detrás de sí un reguero de simpatía, a la vez que encargaba a sus compañeros algo que le salía del alma:
– Quería ser misionero y no voy a poder. Ya lo serán ustedes por mí…

La historia de este muchacho seminarista es de los tiempos de Pío XI, el Papa de las Misiones, que había lanzado a la Iglesia la consigna: -Quien ama a Dios, no puede menos de querer con todo ardor que todos le amen.
Era el mismo Papa que dijo, en una audiencia famosa: -Cuando se trata de salvar un alma, nos sentimos con valor para tratar con el diablo en persona.
El amor de Dios lo explica todo. ¿Amar a Dios, y permitir que se pierdan los hombres, que Dios ha creado para Sí?… ¿Amar al hombre, y permitir que el hombre se pierda por la maldad del diablo, empeñado en su ruina desde el paraíso?… Ya lo había dicho con toda su vehemencia San Agustín, hacía siglos:       
– Si amáis a Dios, arrastrad a todos al amor de Dios; arrastrad a todos los que podáis.

Al querer hablar del apostolado de los laicos, hay que remontarse precisamente a esos tiempos del Papa Pío XI, el que organizó la Acción Católica para que se enrollaran en ella todos los católicos que sintiesen  el celo por el Reinado de Jesucristo.
Pero aquellas disposiciones de entonces eran nada más que la semilla. Con el Concilio que estaba cercano, se iba a desarrollar la conciencia de todos los católicos en orden a trabajar por la salvación de todos los hombres:
– ¿Bautizado y confirmado, miembro de la Iglesia?… ¡A trabajar por el Reino sea dicho!…
¿No es esto un reto para valientes?… Jesucristo se fía de nosotros, y nos dice:
– ¿No quieres hacer algo por mí?…
Y si le preguntásemos dónde está la parcela en que hay que trabajar, nos respondería: – ¿Eso me preguntas? Dime a ver si hay en el mundo un rincón donde no haya un hombre o una mujer que salvar… A tu mismo lado hay almas sedientas de mí, de mi fe y de mi amor. ¡Háblales! ¡Diles que les espero! ¡Diles que yo les amo! ¡Diles que vengan a mí!…
Quien ama se las ingenia para llegar al puesto más difícil.

Un capellán que se hizo famoso después de la Guerra Mundial en cárceles y campos de concentración, nos cuenta lo que le pasó con un tipo que estaba para morir, y no había manera de reducirlo a la conversión. Urgía. Pero, ¿qué hacer, si todo resultaba inútil? Hasta que tuvo una ocurrencia feliz. Allí había otro tipo peor: un presidiario de talla gigantesca, ladrón, asesino, criminal por todos los costados. Y se dirige a él:
– Mira, ayúdame. Ahí tienes a ese tu compañero que se empeña en morir sin encomendarse a Dios. ¿Qué va a ser de él dentro de un rato? El infierno, y nada más. Yo no he conseguido nada; vete tú a ver si logras algo…
El gigantón criminal fue a hablar al moribundo, lo convenció, llamó al capellán, recibió los Sacramentos, y moría cristianamente… Pero no acaba aquí al historia. El nuevo e improvisado predicador estallaba de emoción: -Yo también, yo también… En la próxima Pascua recibía a su vez los Sacramentos, en obsequio de ese Jesús que por él había muerto y con su Resurrección le ofrecía una vida nueva…
Ahora venía la emoción del capellán, que confesaba a su vez: -Con la ayuda de Dios, he salvado un alma, dos almas… ¿No me dará Dios como recompensa la salvación de la mía?…
El capellán lo decía bien. Porque sabía la palabra de Dios con que acaba la carta del apóstol Santiago: – Si alguno se desvía de la verdad y otro lo convierte, sepa que el que convierte a un pecador salvará su alma de la muerte y cubrirá una multitud de pecados…

Todo esto nos dice una cosa. Por más males que haya en el mundo —¡y cuántas veces que los lamentamos!— habrá siempre esperanza de salvación mientras se encuentren valientes que se pongan a disposición de Jesucristo para ayudarlo en su misión divina. ¡Y los hay, vaya que si los hay!…

Por cierto, que no hablamos aquí ni de Obispos ni de Curas ni de Monjas. Hablamos de nosotros, los laicos, que nos hemos empeñado en transformar la masa metidos dentro de ella: en la familia, en el taller, en la fábrica, en la empresa, en el club…
Donde hay un cristiano o una cristiana de verdad, allí hay también un apóstol. Y los que caen en la batalla, nos dejan siempre un legado, como el jovencito seminarista: -He querido ser yo un gran apóstol pero no he podido. Ustedes lo serán  por mí…
¡Formidable el muchacho, que así supo comprometer nuestra generosidad!…

Adivinamos que Jesucristo nos sonríe, cuando así nos empeñamos en trabajar por Él. En vez de lamentos inútiles por los males del mundo, nosotros ponemos ilusión y acción. Y que no nos digan que no se consigue nada. El empuje del Reino de Jesucristo no lo para nadie…

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