¡Dios te dé la paz!

23. mayo 2014 | Por | Categoria: Reflexiones

Fueron célebres, y pasarán a la Historia, las dos ocasiones en que el Papa Juan Pablo II, con una audacia casi temeraria, convocó a los líderes de todas las religiones del mundo y a los de todas las confesiones cristianas para orar juntos por la paz. Y ambas ocasiones constituyeron un triunfo resonante. El Papa era el anfitrión en aquellas asambleas memorables, pero era, expresamente y por propia elección, uno de tantos. Allí no había superiores ni inferiores. Todos eran iguales, sin más Jefe ni Presidente que el mismo Dios.

Lo curioso es el lugar elegido para esos dos acontecimientos: Asís, la patria de Francisco. ¿Por qué?…
Es verdad que Francisco es un Santo de la Iglesia Católica. Pero Francisco no podía infundir sospechas, recelos ni envidias a nadie. No podía ser malquerido por ninguno. Pero, más que nada, Francisco era para todos el hombre de la paz.
Cuando Francisco saludaba, decía: – El Señor te dé la paz.
Predicaba, y empezaba y acababa el sermón con su saludo consabido:
– El Señor les dé a todos la paz.

Hoy este saludo lo tenemos como la cosa más normal, es moneda corriente en el mundo cristiano entero. Pero, cuando Francisco empezó a repartir así la paz, muchos se extrañaron, y no entendían cómo los enemigos se estrechaban entre si las manos y quedaban amigos para siempre. Por eso se preguntaban admirados: -Pero, ¿qué es esto?¡Si todos sentimos lo que es esta bendición!…
Hasta que Francisco hubo de contestar a aquel extraño fenómeno para los demás, y lo dejó así escrito en su conocido  “Testamento”:
– Esta salutación me reveló el Señor que dijésemos: “El Señor te dé paz”.
A esa fórmula, se unió también el saludo que iniciaba los escritos: -Paz y bien.
Por si fuera poco todo esto, pronto estuvo en todos los labios la clásica oración de Francisco:
– ¡Hazme un instrumento de tu paz!… Donde haya odio, ponga yo amor… Donde haya ofensa, ponga yo perdón…

Habíamos acabado tan felizmente con el Gran Jubileo del 2000 el siglo veinte, caracterizado por las grandes guerras mundiales, y cuando nos parecía que en el Tercer Milenio, inaugurado tan felizmente, iba a reinar una paz duradera, viene el incalificable atentado y derrumbamiento de las Torres Gemelas de Nueva York.
Con este hecho tan horrible, el 11 de Septiembre queda clavado en la historia moderna como el inicio de una guerra nueva, de características totalmente diversas de las guerras anteriores, de duración imprevisible, con armas nuevas nunca antes usadas, y de consecuencias que se prevén aterradoras…, no solamente para Estados Unidos, sino para el mundo entero.

¿Remedio para conjurar tanto mal que nos amenaza?… Los políticos y los hombres de gobierno tienen mucho qué hacer. Y nosotros tenemos tanto o más qué hacer que ellos. A ellos les toca tomar decisiones muy serias; a nosotros —sin horas libres de oficina—, nos toca elevar a Dios nuestras manos suplicantes las veinticuatro horas del día, diciéndole sin cesar: -Señor, danos la paz….

La oración fue lo primero que pidió el Papa y lo que realizaron todos los líderes religiosos en Asís, escoltados en espíritu por la multitud inmensa de todos los creyentes. ¿Podrá Dios negarnos lo que se le pide de manera tan apremiante, precedida tanta plegaria por aquel ayuno pedido también por el Papa, del que salieron, como el fruto mejor, muchos millones para repartir entre los pobres?…

Las iniciativas del Papa fueron audaces. Pero no deben reducirse a un día o dos, llamativos por las circunstancias que los rodean. Las plegarias por la paz deben ser continuas, como son continuas las guerras que los hombres se han empeñado en librar. Nuestras oraciones son el respaldo de los hombres de gobierno que trabajan con buena voluntad. A los promotores de la guerra hay que hacerles entender que contra Dios no van a poder. Y Dios está de parte del que reza.

Lo sabía muy bien el fundador de los Estados Unidos, en la guerra de liberación sostenida por América contra Inglaterra, la potencia colonizadora. En los momentos de mayor peligro, no era raro que Washington se retirase a orar en algún lugar solitario. Un día lo quieren localizar los espías enemigos: -¿Dónde se habrá escondido ese Jefe?… A fuerza de buscar, se meten en una cueva, y cuál no es la sorpresa que se les apodera cuando ven al Jefe rezando de rodillas. Salen corriendo, desaparecen por el campo gritando, y sólo tienen una noticia que comunicar: -¡Estamos perdidos! Washington reza…

Las oraciones nuestras, oraciones de toda la Iglesia, tienen una fuerza inmensa en la presencia de Dios.
Y trabajar por la paz es tarea de todos. La paz no es interés personal del Papa o del Presidente de nuestra Nación. Es interés de cada uno de nosotros. Porque, como nos dice San Pablo, Dios quiere que gocemos de una vida tranquila y en paz, plenamente religiosa y digna, lo cual no puede compaginarse con el retumbar de las armas, y por eso pide que se hagan peticiones, oraciones y súplicas por los que tienen autoridad (1Timoteo 2,-3)

La oración entonces se convierte en nuestros labios en un arma ofensiva contra la guerra, y en arma defensiva por la paz. Peleamos contra la guerra con el arma más potente que Dios pone a nuestra disposición, que es su misma fuerza alcanzada por nosotros con la oración. Y con la misma arma defendemos la paz de nuestros hogares, de la patria, del mundo entero.

Cuando hoy se nos pide tantas veces en la Iglesia el que roguemos por la paz, no se nos pide más que el cumplimiento de un deber cristiano. Las naciones más poderosas, que discutan sobre armas atómicas y misiles. Nosotros, con la oración, nos empeñamos en neutralizar todas las armas que ataquen la paz. 

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