Independientes

29. noviembre 2013 | Por | Categoria: Reflexiones

Entre las palabras que más gastan nuestros labios, porque son las que más nos gustan, está la palabra “independencia”. Desde que nuestras Repúblicas americanas lograron su independencia de las potencias extranjeras, esa palabra se ha convertido para nosotros en algo mágico. Y ahora, ya no hablamos de la independencia de la patria solamente, sino que nos aplicamos la palabra y su significación a nuestra condición personal, y todos nos decimos: ¡Yo no soy esclavo de nadie! ¡Yo soy independiente! ¡A mí no me manda ninguno! ¡Yo hago lo que quiero!…

¿Hay que decir algo contra estas expresiones?… Nada. Son plenamente legítimas, cuando indican dignidad personal; cuando son garantía y fruto de un carácter valiente; cuando demuestran a todos que no nos doblegamos ante ninguna dificultad que se oponga a nuestro deber; cuando le decimos al mundo que él puede ir por donde quiera, pero que nosotros seguiremos fielmente las directrices del Evangelio.

La independencia personal es una característica del cristiano, proclamada en todos los escritos de los apóstoles. San Pablo, sobre todo, es el campeón de la libertad cristiana. Lo proclama de sí mismo, con energía desusada, al preguntar desafiante: ¿No soy acaso libre?… (1Corintios 9,1). Y como él es libre, así nos quiere libres a nosotros, hasta repetir esta idea con verdadera tenacidad:  
“Somos libres, con la libertad que Cristo nos dio” (Gálatas 4,31)
“Habéis sido llamados a la libertad” (Gálatas 5,13)
“Comprados con la sangre de Cristo, no os hagáis esclavos de ningún hombre” (1Corintios 7,23)
Tenéis el Espíritu de Cristo,“y donde está el Espíritu del Señor Jesús, allí hay libertad” (2Corintios. 3,17)

Este lenguaje, ciertamente, nos suena a himno celestial. Los individuos como los pueblos, todos por igual, queremos la libertad a toda costa, y no podemos soportar la más pequeña esclavitud.

Y empezamos, como es natural, por ser libres de nosotros mismos. Si tomamos la Biblia, sobre todo en los escritos de Pablo, nos damos cuenta de que la esclavitud más dura es la que nos puede venir de nuestra propia libertad, al entregarla al peor de los enemigos, si es que se le niega al mejor de los amigos. Porque nuestra libertad se la podemos ofrecer a Dios o a su rival eterno. El Apóstol nos sigue hablando con entereza, al proponernos los dos dueños que se nos disputan:
– Si se ofrecen a alguien y se someten a él, se convierten en sus esclavos. ¿A Satanás? Pararán en la muerte. ¿A Dios? Terminarán en la salvación… Y Pablo apela a la experiencia de sus lectores: En otro tiempo eran esclavos del pecado. ¿Y qué provecho les quedó de eso que ahora les avergüenza? Mientras que ahora, libres del pecado, y hechos voluntariamente esclavos de Dios, viven felices y tendrán como resultado final la vida eterna (Romanos 6, 16, y 20-23)
     Si somos libres de nosotros mismos, nos viene después la libertad del mundo, porque no se tiene miedo a nada ni a nadie. Como nos basta con Dios, con Dios nos contentamos, sin miedo a las consecuencias que nos puedan venir de los que pretenden sojuzgarnos.

En la Historia de la Iglesia tenemos los casos a montones, sobre todo mirando a los pastores que Dios pone al frente de su Pueblo. Por ejemplo, un Papa San Pío X y el Emperador de Austria Francisco José. Al declarar el Emperador la que sería la Primera Guerra Mundial, su Embajador se presenta al Papa:
– Santidad, una bendición para el Ejército de Austria.
Y el Papa, el bonísimo Papa Pío X, con energía, y sin miedo a las consecuencias:
– Diga al Emperador que jamás bendeciré la guerra ni ha quienes la han querido. ¡Yo sólo bendigo la paz!
– Santidad, al menos una bendición personal para Francisco José.
– No puedo. Lo más que podré es rogar por él para que Dios le perdone.

Hoy los cristianos tenemos delante un enorme desafío, y es la vida que nos presenta la sociedad moderna. Al alejarse ella cada vez más de Dios, todos nos vemos envueltos en sus atractivos, en sus reclamos, en sus actuaciones.
Si se presume de incredulidad, ¿quién da la cara por confesar sin más su fe?…
Si la gente ya no va a la Misa dominical, porque se impone la salida al paseo, ¿quién va al templo?…
Si en la familia se rompen los frenos de la moral, ¿quién da testimonio con un hogar del todo limpio?…
Si los funcionarios se aprovechan de su posición, ¿quién es el honesto que no se queda con nada?…
Si la botella, la droga y el sexo están de moda, ¿quién es el valiente que se enfrenta a los amigos?…
Sólo el amante de su independencia es capaz de renunciarse y de oponerse a tanto halago y a tanta seducción. Pero es también el único que disfruta de la vida, sin experimentar fracasos dolorosos. Y es también el único que está dispuesto a batirse en bien de los demás, pues, al no depender de nada ni de nadie, es capaz de dar todo lo suyo y de darse a sí mismo por su ideal.

Jesucristo —modelo supremo, como siempre, de todo lo bueno y grande—, no se sometió más que a la voluntad de su Padre; libre entonces de toda sujeción, fue capaz de subir a la cruz con valentía sin igual, y hacerse de esta manera con la posesión del mundo entero, conforme a su palabra: “Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos a mí” (Juan 12,32)
El cristiano, libre de todo, se queda sin nada; pero entonces, con Pablo (1Corintios 3,22), se dice triunfador: -¡Todo es mío! Hasta la vida y la muerte, el mundo, el presente y el futuro. No soy más que de Cristo, y, por Cristo, de Dios. Y esto, ¿por qué? Todo, por ser amante de mi independencia…

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