Contando con el Espíritu

11. noviembre 2020 | Por | Categoria: Dios

Antes de ir Jesús a la Pasión y a la Cruz dijo solemnemente a los Apóstoles: Os enviaré el Espíritu Santo. ¡Y qué bien guarda la Iglesia esta promesa del Señor! Consciente de ello, grita continuamente, segura de ser escuchada: ¡Envía, Señor, tu Espíritu para renovar con Él la faz de la tierra!

Si esto ha pedido siempre la Iglesia en oración —y al mismo Espíritu Divino lo llama sin cesar: ¡Ven, Espíritu Santo!—, hoy lo dice con más convicción y más ardor que nunca, sabedora de que el mundo necesita más renovación que en otras épocas. Porque estamos convencidos de que el mundo, aunque se empeñe en ser malo, puede y debe llegar a ser muy bueno.

El Espíritu Santo, por su parte, quiere construir ese mundo nuevo y mejor en que tanto soñamos. Cuando Él se derrama en el mundo, lo rehace todo y realiza una nueva creación. Manifestado en forma de viento impetuoso y de fuego ardiente,  el Espíritu barre de la tierra la inmundicia del pecado. Arrastra esa atmósfera irrespirable de la inmoralidad que nos asfixia. Renueva todas las cosas  —es decir, las hace nuevas— y restituye la humanidad a aquel estado primitivo con que fue creada por Dios en el paraíso.

Todos estamos convencidos de que el mundo se siente triste —por más que ría a carcajadas y hable de felicidad—, y nosotros queremos el Espíritu sea la alegría verdadera del mundo, porque la alegría y el gozo íntimo son los primeros frutos del Espíritu Santo, señalados ya por el apóstol San Pablo (Gálatas 5,22). La tristeza no debe tener cabida en el mundo, y nosotros somos los primeros en rechazarla con toda energía. Nosotros no sucumbimos al desaliento, y estamos siempre alegres porque llevamos dentro al Espíritu Santo.

Unos jóvenes  —muchachos y muchachas de los Encuentros Juveniles— tomaron esta resolución:

Nos hemos de meter en las discotecas así, como somos, como grupo. Todos van a ver que somos los más alegres y los mejores camaradas. Si nos metemos en el restaurante, haremos lo mismo: todos han de ver que no somos como los demás. Naturalmente, se nos querrán juntar muchos. Y a los que nos vengan,  les pondremos por condición: ¿Tienes la resolución decidida de no echar de tu alma al Espíritu Santo? Si aceptas, te prometemos la felicidad. Si no aceptas, ¡adiós, simpático! ¡adiós, cariño! Mira a ver si en otro grupo encuentras lo que nosotros te ofrecemos, te prometemos y te damos…

Aplaudimos a esos chicos y chicas de tanta imaginación e iniciativa.
¡Alegría! ¡Alegría!… ¿Es esto lo que necesita el mundo? Pues, le comunicamos el Espíritu que a nosotros nos ha dado Jesucristo, y ya nos dirán después si no hemos hecho algo por el mundo…

Pentecostés fue para el mundo una nueva creación, manifestada en la Iglesia instituida por Jesucristo. Con una comparación bíblica muy sabida, hemos dicho siempre que el Espíritu Santo fue como aquel espíritu primero, que incubaba el caos, y del cual salió la obra tan bella del Dios creador. Ahora venía el Espíritu Santo, se derramaba sobre los Apóstoles y sobre la Iglesia naciente, y comenzaba en el mundo la creación de la gracia, que suscitaría en la tierra prodigios indecibles.

Sin embargo, cuando miran muchos el mundo a la distancia de los dos mil años que nos separan de Pentecostés, se preguntan:
– Pero, ¿no está esto en contradicción con lo que ven nuestros ojos? ¿Dónde está la obra del Espíritu Santo, si en el mundo no vemos más que males?
A los que así nos cuestionan, les devolvemos la pregunta:
– ¿Y de dónde viene el mucho bien que hay en la tierra? ¿De dónde han salido esos santos enormes,  esos apóstoles y esos mártires indomables, esas almas generosas, esas flores de inocencia, esos hogares cristianos a toda prueba, esas obras de caridad que solamente la Iglesia es capaz de mostrar al mundo?

Esta es la realidad proclamada ya por Jesucristo, que enfrentó en su enseñanza a estos dos espíritus: al Maligno y al Espíritu Santo. De Satanás dijo con firmeza: El príncipe de este mundo ha sido echado fuera. Y del Espíritu Santo nos dijo: Os enviaré el Espíritu Santo que permanecerá siempre con vosotros.
Satanás mete mucho ruido con el mal que hace, aunque él se esconde y no aparece casi nunca. El Espíritu Santo no mete ruido ninguno y va a haciendo su obra casi calladamente. Pero el Reino de Dios —guiado por el Espíritu— no se detiene en su avance. Ante nuestra impaciencia a veces, Dios tiene muy pocas prisas, y poco a poco, progresivamente, habrá lavado del mundo toda inmundicia y habrá implantado definitivamente el reino de la santidad.

Metido el Espíritu Santo en cada corazón, Él es la luz que nos hace caer en la cuenta de la presencia de Dios en nosotros;
el que nos hace sentir que somos hijos de Dios;
el que nos hace fuertes en la fe, porque nos enseña toda la verdad y nos hace creer con seguridad firme todo lo que Dios nos ha revelado;
el que nos hace ardientes en el amor, a Dios y al hermano;
el que nos hace valorar los bienes de la tierra y nos empuja a suspirar por los bienes eternos;
el que nos hace vivir intensamente la esperanza de que todo eso que soñamos será nuestro un día, nuestro, sin que nadie nos lo pueda hacer perder…

El Espíritu Santo es la fuerza con que nosotros contamos al trabajar por el mundo. Cuando queremos hacer algo por los demás, el Espíritu Santo se pone en nuestras manos. Así como nosotros decimos que el Espíritu Santo nos utiliza si nos ponemos a su disposición para hacer el bien, así el Espíritu Santo nos dice:
– A vuestra disposición estoy. Contad conmigo. Conmigo en vuestras manos, haréis maravillas…
sin palabras, nos ha brindado estos dos gestos de su amor. ¿Los entendemos?…

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