Fidelidad

20. julio 2012 | Por | Categoria: Reflexiones

La leyenda de un rey nos va a inspirar el mensaje de hoy, entrañado en lo más hondo del Evangelio y de toda la Biblia.
Un rey antiguo tenía muchos caprichos, y cuando mandaba una cosa no se podía decir ni pío. ¡Pobre del que le contestara!… Le gustaba estudiar igual que guerrear, y un día llama a dos de sus cortesanos, filósofo el uno, artista el otro, y les ordena:  
– Tú, filósofo que piensas tanto, has de elegirme una palabra, una sola, pero que diga más que toda mi biblioteca. Esa palabra ha de expresar toda mi vida, ha de enseñar lo que han de ser conmigo todos los que vengan a visitarme, y será también el testamento que dejaré a mis descendientes.
Se dirige después al artista, y le ordena:
– Ponte a las órdenes del filósofo. La palabra que él haya escogido, tú la tienes que labrar en letras de oro macizo y ha de colocarse en la puerta principal del castillo. Programa, orden y testamento míos no merecen sino lo mejor. ¡Oro, puro oro!
Pasaron unas semanas de estudio para el filósofo, y, una vez elegida la palabra mágica, se la pasó al artista, que respondió algo preocupado: ¿Esto tiene que ir en oro macizo?…
El filósofo y el artista estuvieron acordes en una decisión que podría resultarles fatal: ¡No obedeceremos al rey! Ya veremos lo que pasa cuando se descubra la lápida.
Llegó el día temido. Ante todos los invitados vestidos de gala, el rey hace correr la cortina y, de momento, una explosión de ira:
– ¡Filósofo! Has discurrido muy bien. Has estado genial al escoger esta palabra.
El soberano lo decía complacido, pero echando espumarajos por la boca contra el artista al ver desobedecida su orden:
– ¿Cómo te atreves a clavar ahí esas letras de piedra, sin pulir casi y sin arte alguno?
El artista conservó la calma, y contestó tranquilo:
– Señor, ¿cree vuestra Majestad que una palabra que es oro puro necesite más oro? El oro material que yo hubiera puesto, ¿no desluciría el oro espiritual que entraña palabra semejante? Esa palabra necesitaba eso: ir en duro pedernal, tan difícil de trabajar, pero que ahí quedará fija para siempre, desafiando los tiempos.
Los vasallos, y los mismos amigos, no se atrevían nunca a contradecir para nada a su rey. Pero esta vez rompieron en un aplauso, que calmó los nervios del colérico monarca, el cual respondió noblemente:
– ¡Sí! Yo también aplaudo a mi filósofo y a mi artista, que en el banquete de hoy van a ocupar el uno mi derecha y el otro mi izquierda. En mi persona, en mi reino, en mi linaje, no habrá palabra más repetida y duradera que ésta: FIDELIDAD.

Dejamos el cuento del rey, y pasamos a la realidad que esta palabra, FIDELIDAD, contiene en la mentalidad de la Biblia.
Dios se llama a Sí mismo El Fiel, y Jesucristo pregunta acuciante con la parábola: ¿Quién es el siervo fiel, al que yo pueda poner el frente de los míos? Es el mismo Señor quien felicita al siervo fiel: ¡Muy bien! ¡Entra en la fiesta de tu Señor!…

La fidelidad es la armonía que existe entre la palabra que damos y la obra que realizamos. Infiel es el que falta a la palabra que ha dado, al cargo que ha asumido, al deber que le impone su estado.  

Dios se gloría continuamente en la Biblia de ser El Fiel, porque cumple la promesa que ha hecho. Lo digo, y lo haré, suele decir. Y añade después: Así veréis, cuando se cumpla, que soy Yo. Este es el lenguaje de Dios, y es el mismo que nos pide a nosotros. Dios, fidelísimo, se defiende cumpliendo su promesa, y el día del Juicio verán todos cómo Dios se empeñó hasta el fin en salvar a todos.

Si la salvación falla en algunos, será porque rechazaron también hasta el fin la gracia que Dios les alargaba. Si nosotros le negamos, Él permanece fiel, porque no puede negarse a Sí mismo, dice San Pablo. De ahí el miedo que nos da ver cómo algunos abandonan la fe y la Iglesia en que fueron bautizados. Será muy difícil reclamar a Dios…

La fidelidad tiene en la Biblia mucha importancia cuando se refiere al amigo. A un amigo no se le traiciona jamás. El secreto que el amigo o la amiga han confiado no se viola nunca. En el amigo se descansa como en la almohada más suave. El libro del Eclesiástico nos lo dice ponderativamente: Nada hay comparable con el amigo fiel; no ha peso de oro ni plata que sea digno de ponerse en balanza con la sinceridad de su fe.

La fidelidad, finalmente, la demostramos con nosotros mismos siendo escrupulosos en el cumplimiento del deber. Lo mismo en el estudio que en el trabajo, en el hogar como en la oficina, en la Iglesia como en el club, en una tarea personal como en un cargo público. Respetarse a sí mismo en la palabra empeñada es la primera condición que exigimos a quien se gloría de tener dignidad personal.  

Sebastián era un militar de alta gradación, que vivía en el mismo palacio imperial. Descubierto como cristiano, el Emperador se lo echa en cara: ¡Infiel, infiel a tu Emperador! Sebastián responde con orgullo militar y con humildad cristiana:  – He venerado a Cristo por tu salud y he adorado siempre a Aquel que está en los cielos por el bien de todo el Imperio Romano. No reniego ni de Cristo ni del Imperio.
¡Fiel a Dios! ¡Fiel al amigo el Emperador! ¡Fiel a la Patria! ¡Fiel a sí mismo! San Sebastián, un Santo y Mártir tan querido, cumplía mejor que nadie la palabra que enorgullecía al rey aquel: FIDELIDAD…

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